La esperada salida a bolsa de Xiaomi, el Apple wannabe chino, tuvo un invitado de excepción, Hugo Barra. El ejecutivo brasileño más querido en Silicon Valley llevó la bandera naranja de la marca china y la mascota del conejo con gorro filosoviet por el mundo. Pero hacía dos años que había dejado de trabajar con ellos. ¿Qué pintaba en una fecha tan señalada?
Al margen de ser un accionista de referencia, merced al generoso vesting (acciones que las startups reparten con sus empleados para fidelizarlos), Xiaomi fue su terapia. Barra se curó a sí mismo en sus oficinas y volvió a la Bahía de San Francisco para poner orden en una empresa a la deriva: Oculus, la prometedora realidad virtual adquirida por Facebook, vivía escándalo tras escándalo.
Hugo Barra era uno de los latinos prometedores de Silicon Valley. Se fue de Google repentinamente, después de un sonoro desengaño romántico.
Barra había sido uno de los latinos más prometedores de Silicon Valley, un brasileño de 41 años que habla español con acento colombiano, cara visible de Android en su mejor momento, que se fue de Google de manera inesperada. Detrás de su salida no había una oferta, sino un corazón roto.
Una fusión fraguada en Google
Barra se marchó de Silicon Valley en el verano de 2013 con una herida sentimental. En plena promoción de Google Glass se descubrió que Amanda Rosenberg, la product manager que posaba como modelo de las difuntas gafas, novia de Barra en aquel momento, tenía un affaire con Sergey Brin, cofundador de Google. El matrimonio de Brin saltó por los aires. El corazón de Barra se hizo trizas y decidió aceptar la oferta de trabajo que tenía sobre la mesa para mudarse a Hong Kong. Él fue el hombre que consiguió convertir a Xiaomi en una marca global, un jugador que aspira a las grandes ligas.
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A comienzos de 2017, Facebook desveló la noticia: Barra volvía a Silicon Valley. Lo hacía con rango de máximo responsable de la división de realidad virtual, con entidad de empresa propia, igual que lo son WhatsApp e Instagram, las dos adquisiciones más relevantes.
En F8, la conferencia anual de Facebook, sacó de la chistera Go, fabricadas por Xiaomi. Jugada maestra. El fabricante chino tiene un gran producto para un mercado global, y él volvía a brillar ante más de 7.000 personas. Había dejado atrás las gafas Google Glass, hoy casi objeto de mofa, para liderar las que invitan a soñar y pensar en mundos virtuales.
Toda una metáfora, pero también un avispero: Oculus era la adquisición más compleja de Facebook, con permiso de WhatsApp (los fundadores de la app de mensajería, Jan Koum y Brian Acton, se fueron de Facebook con cajas destempladas y algún que otro reproche tras cumplirse los cuatro años reglamentarios).
Oculus Go, la colaboración
En Oculus, Barra ha sido el hermano mayor que ha vuelto a dar vuelo y realce a una startup pionera que no supo encontrar el rumbo. Al fusionar la tecnología de Xiaomi con los avances previos de los fundadores de Oculus ha conseguido batir la propuesta de Google con su DayDream o la de Sony, solo disponible con PS4, tan poderosa como difícil de sacar de casa. Con Oculus Go, el aparato fabricado por Xiaomi, Barra los ha colocado por delante y ha terminado reinando en una empresa perdida.
Todo había empezado en un dormitorio a las afueras de Los Ángeles, donde Brendan Iribe, uno de los fundadores de Oculus, latino por parte de padre y obsesionado con la educación desde pequeño, soñó con dedicarse a los videojuegos. Recordaba cómo, en su infancia, Nintendo ya intentó meterle en otros mundos usando prismas que acababan mareando.
Los creadores de Oculus no acabaron bien en la industria por el apoyo de uno de ellos a Trump.
En 2012, junto a Palmer Luckey, un chaval de ideas radicales y gran habilidad técnica, lanzaron un kickstarter para financiarse. Recaudaron medio millón de dólares con una idea. Había algo. Siguieron adelante hasta llamar la atención de Facebook. A Mark Zuckerberg le obsesiona perder una generación. Quiere saber siempre qué falta en su red social para evitar la fuga de usuarios. Y si por el camino se deben dejar 22.000 millones de dólares por una app de mensajería, 1.000 por una de fotos o 2.000 por la realidad virtual, se dejan.
Con la campaña electoral llegaron los disgustos. Luckey no solo era republicano, sino que además apoyaba a Trump de manera sucia. Estaba entre los que pagaban anuncios online para difamar a Hillary Clinton. El escándalo inicial coincidió con el primer movimiento importante de la compañía. Luckey pasó a tener un rol fuera de los focos.
La primera conferencia de Oculus fue totalmente underground. La segunda, todo lo contrario. Ya estaban bajo los tentáculos de Facebook. La gran red social no iba a perder la oportunidad de lanzar un mensaje a la industria más poderosa de Los Ángeles, el cine. Zuckerberg abrió la conferencia en el mismo teatro, en el mismo escenario donde se entregan los Oscar. Quería prestigiar el formato.
Oculus ha demostrado que la comprobación del pasado de la empresa no fue exhaustiva. O quizá sí, pero dejó de lado algo importante: el factor humano
Su amenaza duró poco. Los dos años siguientes el encuentro, con menos fuelle, fue en San José, la histórica capital de Silicon Valley, en su límite por el sur. La luna de miel con los fundadores de Oculus había terminado.
Iribe decidía irse para vivir la vida un poquito. Luckey tenía un plan más ambicioso. Tras vender su empresa a Facebook y ver cómo le contrataban un nuevo superior traído desde China, decidió comenzar su nueva startup. Lo hizo en el momento propicio, con la llegada de Trump a la presidencia. La idea de Luckey era demasiado tentadora como para no fantasear con ella: un sistema de videovigilancia en la frontera (mientras se decide si se construye el muro y quién lo pagará) para detectar espaldas mojadas sin necesidad de desplazarse. La realidad virtual toma el poder y deshumaniza.
No son los únicos que se han metido en este sector. Microsoft presumía del contrato de su nube Azure con la seguridad del Estado. Todo bien, celebrando resultados, hasta que sale a la luz la separación de padres e hijos inmigrantes. Habían pasado de proveedor de servicios a cómplice sin escrúpulos.
En Google, ingenieros con más de diez años de antigüedad decidieron irse como protesta por los contratos de seguridad relacionados con el Ejército. El último miedo es que terminen aplicando inteligencia artificial en nuevos robots. Hay quien lo considera hipocresía. Hay quien cree que Silicon Valley vuelve ahora a sus orígenes militares. Esta industria a veces da muestras de amnesia selectiva. No solo por el proyecto Darpa como embrión de Internet, sino también por la investigación militar, la interconexión y los radares.
Oculus ha sido el ejemplo que demuestra que, en ocasiones, la due diligence (el proceso de análisis y comprobación de que todo está ajustado a lo prometido en una empresa antes de su adquisición o inversión) no fue tan profunda como debería. O tal vez sí, pero dejó de lado algo muy importante, para lo que quizá no cuenten tanto los números: el factor humano. Luckey, frío, calculador, con cierto ánimo de revancha, se llevó su creación al precipicio por sus opiniones fuertes y su deriva antiinmigrantes. Barra, un ser con los sentimientos a flor de piel, volvió del exilio para que la realidad virtual tuviese una nueva oportunidad y recobrase la magia de sus comienzos.
Fuente: El País