Si pedir un rescate financiero es para la mayoría de los países un mal trago, para Argentina es un trauma. La historia de ese país está repleta de crisis recurrentes en las que siempre ha sido el Fondo Monetario Internacional (FMI) el que entraba en acción, aportando recursos financieros a cambio de medidas de ajuste que la mayoría de los argentinos no recuerdan de muy buen grado. Los efectos de la gestión de la crisis de 2001 siguen vivos entre buena parte de la población. Cuando se cumplen 60 años de la primera apelación al dinero de esa institución, el gobierno argentino vuelve a solicitar ayuda financiera, en esta ocasión una línea de crédito de 50.000 millones de dólares, cuya negociación se inició el pasado mayo. La razón última no es otra que la erosión de la confianza de argentinos y extranjeros en la capacidad de las autoridades para reducir sus desequilibrios y con ello garantizar la solvencia exterior.

La inflación, desequilibrio legendario de ese país, sigue en niveles excesivamente elevados, al tiempo que el déficit fiscal no ha mejorado en estos años, como no lo ha hecho su desequilibrio gemelo, el déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente, expresivo de la insuficiencia de ahorro y determinante del elevado endeudamiento externo del país. De hecho, Argentina es una de los principales deudores en dólares dentro de ese grupo de economías emergentes hoy generador de inquietud entre los inversores internacionales. Sufre, por tanto, el encarecimiento del servicio de esa deuda consecuente con el ascenso de tipos de interés por la Reserva Federal estadounidense y la asociada apreciación del dólar, desde luego frente al peso argentino que se ha desplomado en los últimos meses.

El Gobierno de Mauricio Macri ha vuelto a llamar a la puerta del estigmatizado FMI. La solicitud de ayuda podría contribuir a suavizar las tensiones en los mercados financieros y a tranquilizar a los acreedores, pero probablemente no tanto a garantizar la estabilidad política y social necesaria a un año de las elecciones presidenciales. Acreedores e inversores esperan que el Fondo conceda credibilidad a los propósitos de enmienda del Gobierno, especialmente los referidos a la reducción del déficit fiscal primario, el existente antes de atender el servicio de la deuda pública, hasta anularlo en 2020. Pero la anulación de ese déficit, como pretende Macri, significará elevar retenciones impositivas —también a los agricultores y reducir partidas de gasto público sensibles socialmente, como la reducción de salarios públicos, de los subsidios al transporte o a la electricidad, entre otros. Ambos tipos de decisiones deprimirán aun más el crecimiento económico, ya en territorio negativo.

Ahora queda concretar el acuerdo con el FMI y explicarlo al conjunto de la población. El reciente apoyo de los gobernadores de las provincias es una buena señal a la comunidad inversora internacional, aunque por si solo no garantiza la estabilidad social en el conjunto del país. Esa cohesión interna es de todo punto necesaria, pero no será suficiente. Habrá que confiar en que las tensiones derivadas de la guerra comercial y las de naturaleza financiera específicas de algunas economías emergentes no vayan a mayores y acaben complicando la ejecución del plan. De lo contrario, el enunciado del tango de Gardel no serviría para recuperar la esperanza y confianza que necesita el país, sino para maldecir esa recurrencia con que las crisis financieras visitan ese país cada década.

Fuente: El País