Recuerdo con cariño 2008, fue un año profesionalmente muy atractivo para mí, ya que pude trabajar en el servicio de estudios del Banco de la Reserva Federal de Chicago como consultor bancario. Cuando acepté la oferta unos meses antes, la visión que se tenía de la economía americana y de la global era que se adentraba en una desaceleración con subidas de tipos de interés en paralelo –esto bien podría escribirse hoy–, pero nada hacía presagiar los acontecimientos que se precipitaron desde marzo de 2008. La intrahistoria de entonces sigue siendo –en el sentido de Unamuno– un telón de fondo que emite señales importantes sobre cómo estamos hoy.

En agosto de 2007, la falta de liquidez de tres fondos del banco BNP desataron las alarmas, pero la pronta reacción de los bancos centrales con medidas extraordinarias impidió que este primer síntoma grave para los mercados se trasladara ya en ese momento al resto del sistema. Pero ojo, lo que señaló BNP en su nota de prensa esos días de agosto ya apuntaba claramente a lo que se nos venía encima: “La desaparición de cualquier transacción en ciertos segmentos del mercado de la titulización –emisión de bonos de deuda– en Estados Unidos” suponía “una ausencia de precios de referencia y una falta de liquidez casi total de los activos que forman parte de las carteras de los fondos, sea cual sea su calidad o rating”. Por tanto, tensiones de liquidez en un segmento específico de hipotecas de baja calidad de un mercado nacional (aunque fuera una referencia como Estados Unidos) iban a causar un tsunami financiero cuyas consecuencias se sienten todavía hoy.

¿Cómo es posible que un detonante tan específico pudiera dar lugar a un desastre financiero de tal magnitud?

Lo que aconteció entre agosto de 2007 y septiembre de 2008 ayuda a comprender la insuficiencia de la respuesta. La falta de confianza, y consiguiente salida de inversores en esos segmentos de titulización basados en las hipotecas de baja calidad, inicia un tensión in crescendo en casi todos los mercados financieros. Esta se hace evidente en marzo de 2008, cuando el banco de inversión Bear Stearns –que tenía una gran exposición a esos riesgos y estaba muy endeudado– tuvo que ser rescatado y comprado por JP Morgan.

A pesar de que el Gobierno americano era republicano y refractario a las ayudas públicas, el Banco de la Reserva Federal de Nueva York aportó una garantía de 29.000 millones. Pese a la gravedad de la señal que dio Bear Stearns, y de los sucesivos problemas que meses más tarde tuvo el banco californiano Indy Mac –con depositantes sacando sus ahorros a la carrera– y los problemas de las corporaciones hipotecarias paragubernamentales Freddie Mac y Fannie Mae, no se hizo suficiente para intentar frenar la hemorragia y sobre todo generar confianza en unos mercados cada vez más convulsos.

En paralelo, más y más mercados de activos titulizados se habían contagiado, como el de obligaciones colateralizadas (CDO). La desconfianza y las pérdidas se iban acumulando. Y además los reguladores daban una imagen de que estaban sobrepasados por la magnitud y complejidad de estos instrumentos financieros tan opacos y habían incurrido en riesgo moral al haber ayudado a rescatar Bear Sterns. El momento de la verdad llega en septiembre de 2008 cuando es el banco Lehman Brothers –con una enorme exposición a activos titulizados y un nivel de endeudamiento insoportable– el que agoniza y precisa un rescate millonario que nunca llegó. Después de un fin de semana de infarto, una oferta infructuosa de Barclays y una disputa entre los Gobiernos americano y británico sobre las ayudas que podía precisar Lehman, se le deja caer el 15 de septiembre.

Una señal poco consistente en el tiempo con lo que había acontecido meses antes con Bear Sterns y lo que iba a acontecer días después, ya que el Gobierno americano rescató al gigante asegurador AIG (con una enorme exposición a las coberturas de segmentos de titulización) y al resto de grandes bancos de Wall Street, lógicamente para evitar males aún mayores, pero el desastre ya había sucedido. Porque Lehman no era un banco cualquiera, era sistémico, no tanto por su tamaño sino por sus múltiples interconexiones en todo el mundo, particularmente Europa, por lo que su caída supuso un contagio inmediato a los bancos europeos. Los países de la UE afectados más directamente (Reino Unido, Alemania, Francia, Suiza, Holanda, Bélgica) actuaron rápidamente y recapitalizaron a sus entidades con problemas.

Esta breve descripción de los hechos revela la insuficiencia de mecanismos globales con visión y capacidad global para poder hacer frente a una crisis sistémica en aquellos momentos. ¿Estamos mejor hoy? Tenemos bancos con más capital e instituciones de tipo macroprudencial a escala internacional que permiten tener una mejor visión global de los riesgos. Pero se está todavía lejos de poder controlar todo el perímetro de instrumentos financieros que se crean cada día. Los actores (bancos, reguladores, inversores) tienen mayor conciencia de los riesgos y toman más cautelas, sobre todo cuando aparecen activos opacos que puedan causar crisis parecidas. También hay una normativa bail in que pone barreras al riesgo moral de rescates discrecionales por parte de los Gobiernos. Sin embargo, otros problemas siguen. La interconexión global continúa. La subida de tipos de interés está causando dudas sobre la deuda soberana de algunos países, como algunos emergentes. Como ocurrió con Lehman, entre otros factores, niveles elevados de endeudamiento implican mayor vulnerabilidad ante cualquier revés de los mercados o de la coyuntura económica. Es lógico que en un contexto global de desaceleración preocupe la situación de los países más endeudados. En 2008 preocupaban los bancos. En 2018 no todo está resuelto con los bancos pero es la deuda soberana la que da más quebraderos de cabeza.

Santiago Carbó es catedrático de Economía de Cunef y director de Estudios Financieros de Funcas

Fuente: El País