La Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, fue promovida por el Gobierno del Partido Popular justo después de ganar las elecciones generales. Sin duda, parecía la consecuencia lógica de la reforma del artículo 135 de la Constitución promovida por Zapatero y respaldada por el Partido Popular en un situación económica de profunda crisis económica, con una prima de riesgo que estaba suponiendo un sobrecoste para el servicio de nuestra deuda pública, con un sector bancario a punto de colapsar, y con un país con grandes problemas estructurales y al borde del rescate. En definitiva, no era sino un gran parche para tapar la falta de voluntad política a la hora de abordar las grandes reformas estructurales que ha venido requiriendo nuestro país desde hace décadas: función pública, sistema fiscal y corresponsabilidad territorial, sistema asistencial…

Dicha Ley venía a plantear que el gasto público no podría crecer por encima del crecimiento del PIB a largo plazo, y, por consiguiente, sería el desarrollo lógico de la modificación del artículo 135 de la Constitución. En definitiva, se estaba estableciendo un techo de gasto para el conjunto de las Administraciones públicas que contaba con una garantía adicional: su aprobación independiente tanto por el Congreso de los Diputados como por el Senado. Este extremo vendría a garantizar que el techo de gasto no quedaría al albur de una mayoría parlamentaria fortuita o coyuntural en alguna de las cámaras. En definitiva, lo que se pretendía por parte del PP era dar cobertura a un axioma neoliberal respaldado por la UE y por los más importantes organismos multilaterales, y que viene a santificar las políticas de ajuste y los recortes como los mecanismos adecuados para abordar una situación de crisis o de recesión económica.

Uno de los resultados más relevantes de estos planteamientos, aparte de alagar la crisis al fijar ajustes después del crecimiento (se vincula la capacidad de estímulo del Gobierno al propio crecimiento económico), es el traslado de la carga de la crisis sobre los más vulnerables, dañando los planteamientos del Estado de bienestar y su soporte de naturaleza neokeynesiana. En España, en política económica hemos llevado el paso cambiado en los últimos años. Cuando debimos hacer políticas de ajuste (Gobierno de Zapatero) se hicieron políticas de estímulo, y cuando se debieron promover políticas de estímulo (Gobierno de Rajoy) se hicieron políticas de ajuste.

Sin lugar a dudas, esta Ley ha tenido un efecto global positivo en la medida en que ha restringido a las bravas la capacidad de gasto de las Administraciones públicas, sin optar por un ajuste fino o un planteamiento más complejo que una restricción lineal y ciega de la posibilidad de gasto (al margen de la capacidad) de las distintas Administraciones públicas: la Administración central del Estado, las Administraciones autonómicas y las Administraciones locales. La Ley atendía a la urgencia de una manera tosca e indiscriminada, salvando con mayor o menor acierto los problemas globales de déficit y dando prioridad al pago a proveedores, pero ha generado importantes daños que no hay que despreciar. Haremos mención a algunos de estos daños o problemas generados, y que son verdaderamente los argumentos del actual Gobierno para derogar o modificar esta Ley. No obstante, y dicho sea de paso, su modificación en la actualidad es francamente difícil toda vez que se requeriría validar el consenso parlamentario que dio pie a la moción de censura, pues al tratarse de una ley orgánica se requiere de la mayoría absoluta del Congreso, algo que no parece muy plausible antes de una eventual convocatoria electoral.

Centrándonos en los principales problemas que han ido asociados a esta Ley, el más visible es el de que hemos convertido un problema de déficit público en un problema de endeudamiento muy grave. El Gobierno del PP batió un auténtico récord en la generación de deuda pública, pasando en muy pocos años de algo menos del 70 % del PIB a comprometer el 100 %. Obviamente, esto fue incentivado por la bajada de la prima de riesgo y la mejora en la calificación crediticia de la deuda soberana. Pero lo más grave es que dicho crecimiento del peso de la deuda pública es el resultado del ajuste (políticas contractivas) y no de políticas neokeynesianas o de estímulo económico (políticas expansivas). 

Otro problema de esta Ley está relacionado con su tosquedad. El techo de gasto quedó fijado de forma estándar para todas las Administraciones, con independencia de la buena o mala gestión en materia presupuestaria de cada una de ellas. En materia de límite de gasto se trataba por igual, por ejemplo, a ayuntamientos muy endeudados y a ayuntamientos que habían sido muy diligentes en su gestión presupuestaria y contaban un una situación económico-financiera saneada. Por lo tanto se estaba premiando a los menos diligentes, generando un problema de incentivos perversos. Y en términos globales se estaba castigando a las corporaciones locales (con superávits), para compensar los déficits de las Comunidades Autónomas y de la Administración General del Estado. Esto, sin lugar a dudas, ha tenido unas consecuencias gravísimas e injustas en materia de pérdida de autonomía local, e indirectamente en materia de bienestar de los ciudadanos, toda vez que se ha modificado el sistema competencial de los ayuntamiento, la Administración más cercana a los ciudadanos.

Finalmente, y sin ánimo de ser exhaustivos, otro problema originado por esta Ley es el de que los estímulos económicos se han puesto detrás del crecimiento, condicionando muchos derechos y garantías de los ciudadanos (Estado de bienestar), que funcionaban como estabilizadores automáticos, al propio crecimiento económico. El objetivo no era otro que el de promover aquello que decía Laski, es decir, que el Estado sea un agente pasivo, pero sobre todo un agente más. Con estos planteamientos se blinda el pensamiento neoliberal frente a posibles devaneos neokeynesianos, privatizándose las ganancias y socializándose las pérdidas asociadas a la crisis que hemos vivido y que no acaba de zanjarse.

 Francisco Cortés García es profesor de finanzas de la UNIR.

Fuente: Cinco Días