En septiembre de 2008 el Gobierno republicano de George Bush dejó quebrar a Lehman Brothers. El pánico se apoderó de los mercados financieros globales. Los inversores querían vender sus acciones y bonos con riesgo y solo deseaban deuda pública de las principales economías del mundo. El mercado interbancario colapsó; los bancos no podían devolver sus deudas, las grandes empresas no podían emitir pagarés y pagar a sus trabajadores, ni financiar la compra de materias primas y bienes intermedios para producir, ni financiar el cobro de sus facturas.

El contagio de lo financiero a la economía real fue instantáneo. En 15 días las exportaciones y la producción industrial mundial registró la mayor caída de su historia, muy superior a la de la Gran Depresión tras la crisis de Wall Street en 1929. España es uno de los grandes productores de coches y el 90% son para la exportación. En pocas semanas la producción cayó un 50% y fue necesario el plan E para evitar el cierre de las fábricas de Valencia, Zaragoza, Palencia, Valladolid, Vigo, Ávila, etcétera, que habrían condenado a esas ciudades al ostracismo.

La reina de Inglaterra preguntó: “¿Por qué nadie hizo nada para evitarlo?”. Yo comenté años después a un miembro del Comité de Mercados Abiertos de la Reserva Federal: ¿cuál fue el criterio que os llevó a dejar caer Lehman y, sin embargo, la semana después evitar la quiebra de Citibank y Bank of America? Su honesta respuesta fue: “Aquellas semanas el caos nos desbordó y no éramos muy conscientes de las decisiones que tomábamos”

Mi profesor Antonio Torrero, uno de los economistas que más y mejor ha estudiado las crisis financieras globales, nos enseñaba que todas poseían una característica común. “La mayoría de la gente justifica las burbujas, pero luego, cuando estallan, todo el mundo era consciente y sabía cómo haberlas evitado”. El maestro Torrero nos daba un sabio consejo. “Los economistas sabemos muy poco sobre el fenómeno financiero y debemos ser humildes”.

La causa de la crisis fue el sobreendeudamiento global. Entre 2002 y 2007 la deuda global, pública y privada, se triplicó, pasando de 75 billones de dólares a 200 billones. Pero desde 2008, la deuda mundial ha seguido subiendo hasta 250 billones de dólares. Para evitar otra gran depresión mundial, los Gobiernos han socializado deuda privada por deuda pública. China ya tiene más deuda sobre PIB que la mayoría de los países desarrollados y sus empresas son las más endeudadas del mundo, incluso las más ineficientes, que generan pérdidas y son subvencionadas por el Estado para evitar el cierre y el desempleo.

El sobreendeudamiento provocó inflación de activos y burbujas. Después de la crisis la deuda de las familias en EE UU supera la de 2008 y el precio de la vivienda en las principales también. Las Bolsas de EE UU han doblado el precio de las acciones desde 2008 y los índices tecnológicos han triplicado su valor. Tesla, una empresa en pérdidas y con muy pocas probabilidades de sobrevivir vale en Bolsa lo mismo que Iberdrola, uno de los líderes mundiales en producción de electricidad con energías renovables. La volatilidad de las Bolsas vuelven a estar en mínimos históricos y las primas de riesgo de bonos basura también. De nuevo los inversores vuelven a tener fe ciega en los bancos centrales y no temen al riesgo.

La pregunta que se hacía la reina de Inglaterra y millones de ciudadanos vuelve a ser oportuna. El problema es que las respuestas y las soluciones no son tan sencillas. Los capitales fluyen por el mundo sin apenas restricciones y los problemas son globales, pero las decisiones políticas son locales. Tras un periodo intenso de globalización y revolución tecnológica, el mundo ha entrado en un periodo de proteccionismo donde los políticos populistas consiguen ganar elecciones en varios países de los cinco continentes. Como ha advertido Barack Obama, Trump no es la causa del problema, es el efecto.

En 2008, en el G20 de otoño, los países coordinaron el mayor estímulo monetario y fiscal de la historia de la humanidad. Funcionó y se evitó otra gran depresión. Pero la indignación es un virus global que combinado con las redes sociales afecta a todas las instituciones, especialmente a la democracia, y lleva a la mayoría de los políticos a dejarse llevar por las encuestas cualitativas de opinión, cuyos criterios y valores son por naturaleza volátiles y cambiantes. Como nos enseñó Alfred Marshall, el tiempo es una variable determinante de la economía y el largo plazo en la era de la tecnología global es mañana.

Los balances de los bancos centrales siguen en máximos, los tipos en Europa y Japón al 0% y las deudas públicas de la mayoría de países desarrollados están próximas al 100%. Por lo tanto, el margen de maniobra de la política económica en la próxima crisis es menor. El ciclo expansivo de EE UU está próximo a su fin y Donald Trump hace política fiscal expansiva con el desempleo en el 4%. El Gobierno chino, tras la subida de aranceles que pone en riesgo sus exportaciones, ha activado de nuevo una política monetaria expansiva que aumentará aún más el endeudamiento de sus empresas, incluidas las que deberían cerrar por ineficientes.

Como nos enseña Antonio Torrero, deberíamos ser humildes, reconocer nuestro desconocimiento del fenómeno financiero y ponerle límites más estrictos, como le ponemos a la energía nuclear o al caudal de los ríos con presas para evitar inundaciones y catástrofes naturales. Pero el presidente de EE UU es Donald Trump, un atleta intelectual que gestiona el mundo como una empresa. Y Trump ha quebrado ya varias de sus empresas. Veremos.

José Carlos Díez es profesor de economía de la Universidad de Alcalá.

Fuente: Cinco Días