Hace cuatro años, en el 50º aniversario de la guerra de Lyndon Johnson contra la pobreza, los republicanos de la Cámara de Representantes, liderados por Paul Ryan, emitieron un informe en el que declaraban que dicha guerra había sido un fracaso. La pobreza, afirmaban, no había descendido. Por consiguiente, concluían, había que recortar el gasto dedicado a los pobres.

La semana pasada, el Consejo de Asesores Económicos de Donald Trump emitía un nuevo informe sobre la pobreza y reconocía lo dicho por la mayoría de los expertos en el tema: la medición habitual de la pobreza es muy defectuosa, y una mejor medición muestra avances sustanciales. De hecho, estos asesores llegaron a afirmar que la pobreza ya no es un problema. (¿Alguna vez sale esta gente al mundo real?)

En cualquier caso, la guerra contra la pobreza, se afirmaba en el informe, “ha terminado esencialmente y ha sido un éxito”. Y la respuesta, dice la Administración de Trump, debería ser… la de recortar el gasto dedicado a los pobres.

Es cierto que en el informe no se pide directamente que se recorten las prestaciones. En cambio, sí se pide la imposición generalizada de requisitos laborales para acceder a programas de asistencia sanitaria para pobres (Medicaid), cupones de alimentos y otros. Pero eso tendría el efecto de reducir drásticamente la cobertura de esos programas.

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Esta reducción de la cobertura no se debería a que un gran número de personas se gana la vida y ha conseguido salir de la pobreza. Es más bien que a muchos estadounidenses pobres les resultaría imposible cumplir los requisitos por diversas razones —como la mala salud, la inestabilidad laboral para los trabajadores con salarios bajos, o unos trámites abrumadores para quienes menos capacitados están para afrontarlos— y perderían la ayuda a pesar de seguir siendo pobres.

De modo que, con independencia de las pruebas, los republicanos siempre llegan a la misma conclusión política. Que la guerra contra la pobreza ha sido un fracaso… dejemos de ayudar a los pobres. Que ha sido un éxito… dejemos de ayudar a los pobres. Y seamos claros: hablamos de todo un partido, no solo del Gobierno de Trump.

En concreto, a los gobernadores republicanos les apasiona recortarles las prestaciones a los ciudadanos de rentas más bajas. En Kentucky, el gobernador Matt Bevin intentó imponer unos requisitos laborales estrictos para tener derecho a la asistencia sanitaria gratuita. Cuando un tribunal sentenció que su plan infringía la ley, él se desquitó recortando abruptamente la cobertura dental y de la vista a cientos de miles de personas.

En Maine, los votantes aprobaron abrumadoramente una iniciativa para ampliar la asistencia sanitaria gratuita de acuerdo con lo establecido en la reforma sanitaria de Barack Obama. Pero el gobernador Paul LePage se ha negado a aplicar dicha ampliación que se financiaría principalmente con fondos federales a pesar de una orden judicial, y ha declarado que está dispuesto a ir a la cárcel antes que ver a sus votantes recibir atención sanitaria.

¿A qué se debe esta guerra republicana contra los pobres?

No es una cuestión de incentivos. La persistente afirmación derechista de que Estados Unidos está lleno de “gorrones” que viven de los programas sociales cuando deberían estar trabajando quizá sea lo que los conservadores quieren creer, pero es sencillamente falsa. En su mayoría, los adultos no discapacitados que perciben ayudas trabajan; la mayoría de los que no trabajan tienen en general buenas razones para no hacerlo, como problemas de salud o la necesidad de cuidar a miembros de su familia. El recorte de prestaciones llevaría a algunas de estas personas a trabajar por pura desesperación, aunque no a muchas y con un enorme coste para su bienestar.

Y las afirmaciones de que unos programas sociales excesivamente generosos son la causa de que disminuya la participación en la población activa pueden refutarse fácilmente analizando los datos internacionales. Los Estados del bienestar europeos o como dicen los conservadores, sus “fracasados” Estados del bienestar proporcionan ayudas mucho más generosas que nosotros a las familias de rentas bajas, y en consecuencia tienen mucha menos pobreza. Y sin embargo, los adultos en sus años de vida activa más productivos tienen más probabilidades que los de Estados Unidos de estar empleados.

Tampoco se trata de dinero. A escala estatal, muchos gobernadores republicanos siguen negándose a ampliar el Medicaid, a pesar de que les costaría poco y aportaría dinero a la economía de sus estados. A escala federal, harían falta recortes de prestaciones draconianos, que impondrían un sufrimiento inmenso, para ahorrar la misma cantidad de dinero que el Partido Republicano regaló tranquilamente con la rebaja de impuestos del año pasado.

¿Y la respuesta tradicional de que es una cuestión de racismo? A menudo se ha pensado que los programas sociales ayudan a “esa gente”, no a los estadounidenses blancos. Y seguramente sea en parte lo que ocurre.

Pero no puede tratarse solo de eso, ya que los republicanos están obsesionados con recortar las prestaciones sociales a los menos afortunados incluso en lugares como Maine, poblado abrumadoramente por blancos no hispanos.

¿A qué se debe entonces la guerra contra los pobres? Desde mi punto de vista, hay que distinguir entre lo que motiva a las bases republicanas y lo que motiva a los políticos conservadores. Muchos trabajadores manuales blancos piensan que los pobres son perezosos y prefieren vivir de la asistencia pública. Pero como muestra lo ocurrido en Maine, estas creencias no constituyen un elemento central en la guerra contra los pobres, que está siendo impulsada principalmente por las élites políticas.

Y lo que motiva a estas élites es la ideología. Sus identidades políticas, por no mencionar sus trayectorias profesionales, están envueltas en la noción de que un gobierno grande siempre es malo. De modo que, en parte, se oponen a los programas que ayudan a los pobres por una hostilidad general hacia los “gorrones”, pero también porque odian la idea de que el Estado ayude a cualquiera. 

Y si se salen con la suya, la sociedad dejará de ayudar a decenas de millones de estadounidenses que necesitan desesperadamente esa ayuda.

Fuente: El País