La inteligencia artificial y la ética se han aproximado, como lo muestra hoy el número de reuniones y publicaciones, y todo hace indicar que se irán trenzando estrechamente a medida que la IA se desarrolle y muestre con mayor claridad, si cabe, la crisis cultural a la que, más allá de otras transformaciones sociales, económicas y tecnológicas, estamos abocados. Estamos desplazando nuestra preocupación de cómo debemos ser a cómo queremos ser. Ya no hay un modelo que cumplir, sino un modelo que hacer.

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Desde un principio hemos ido dejando fuera de nosotros, en artefactos, capacidades proporcionadas por nuestra constitución natural. Y el resultado es en todos los casos que lo artificial amplifica extraordinariamente lo que podemos hacer tan solo con lo que nos ha dotado la evolución, es decir, naturalmente. Raspar con las uñas o amplificar la acción con una raedera de piedra; cargar sobre nuestras espaldas o en una máquina de transporte; retener en la memoria o escribir sobre un soporte duradero; ondular el aire con nuestra voz o que persista y alcance el sonido sin importar la distancia; manipular con la habilidad magnífica de nuestros dedos o hacerlo con autómatas precisos e incansables… Nuestra historia es la de una asombrosa extraversión. Un fenómeno único en la evolución. ¿Hasta dónde llegará?

Ahora nos encontramos en una encrucijada turbadora: se debe a que comenzamos a estar capacitados para recrear artificialmente comportamientos que consideramos exclusivos de nuestra especie y los más definitorios de nuestra identidad, de nuestra humanidad. Comportamientos que hemos venido regulando con normas que cumplir y modelos que seguir. Y es que dejamos fuera, en artefactos, tomas de decisión y, por tanto, comportamientos ante la incertidumbre del entorno y ante nuestras propias acciones que considerábamos que residían en lo más íntimo de nuestra naturaleza humana. Pero esta inquietud se acrecienta porque, como todo artefacto, sus acciones y, por consiguiente, sus consecuencias se amplifican. Su capacidad de recibir información antes de la toma de una decisión, de analizar las distintas consecuencias de la actuación, de prever el beneficio y el daño, de contrastar la decisión con las normas existentes, desbordarán la capacidad de control del cerebro humano. Habrá, por tanto, que confiar en sus decisiones, como hoy en los rapidísimos cálculos de un ordenador de a bordo para una maniobra (y de los que ya no podemos prescindir).

Hemos llegado a un punto en que sentimos el vértigo de ser creadores de artefactos «a nuestra imagen y semejanza». No porque los moldeemos parecidos físicamente a nosotros, ya que los más potentes y presentes serán invisibles o casi irreconocibles, tan próximos que nos escucharán, nos conocerán bien y nos asistirán en la vida diaria hasta no poder separarnos de ellos, sino porque realizarán las funciones íntimas para las que nosotros necesitamos interiorizar normas éticas que las rijan. ¿Cómo, entonces, trasladárselas? No parece tan sencillo y directo como otras instrucciones que se programan. Sobre todo porque provocan un efecto rebote o especular: estas «criaturas» hacen vernos con una perspectiva hasta ahora inédita y provocan una reconsideración de nosotros mismos. Y es que si tenemos la posibilidad de construirlas, ¿queremos que sean igual que nosotros?, ¿con las mismas características con las que nos moldeó la evolución natural para instalarnos en el mundo y tener opciones de supervivencia como especie? O bien, ya que es otro entorno, otro mundo, al que tienen que reaccionar, no tiene sentido que se les trasladen normas culturales que nacieron para regular en sociedad los comportamientos que fueron necesarios para la supervivencia de una especie animal.

Así que, como lo que construyamos responderá a la ley de todo artefacto, que es la de amplificar la acción natural, humana, que se haya extravertido en él, entonces nos veremos en esas «criaturas» artificiales como en un espejo que muestra nuestros rasgos con gran detalle. Perturbador, pero también una oportunidad de reconsiderar cómo nos vemos hasta ahora a nosotros mismos.

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid. 

Fuente: El País