Las mareas de la historia siguen movimientos imprevistos y en apariencia caprichosos. Dicen que el aleteo de una mariposa en América Latina puede causar un tifón en el sudeste asiático. Una crisis financiera originada por unos complejos préstamos bancarios —las hipotecas subprime o basura— socava diez años después los cimientos institucionales del mundo occidental. Un hilo conecta las urbanizaciones del boom inmobiliario estadounidense de la década pasada en Florida o Nevada, o los despachos de Lehman Brothers en Manhattan, con este aparcamiento desolado en un barrio brumoso en una ciudad de provincias del norte de Francia.
La ciudad es Amiens, viejo centro industrial rodeado de campos de batallas en las guerras mundiales, un lugar acostumbrado a que lo atraviesen los vendavales de la historia. En el aparcamiento, dejan sus vehículos los obreros—cada vez menos y cada vez menos trabajo— de la antigua fábrica de electrodomésticos Whirlpool, convertida sin querer en uno de los símbolos de los desgarros de la época. Este martes de septiembre a las 12.40 del mediodía, hora de la pausa para el almuerzo, dos hombres y tres mujeres, trabajadores en esta fábrica delimitada por una vía del tren, huertos y corrales y el río Somme, abren el maletero de sus automóviles, sacan las tarteras y comen en silencio, de pie.
En mismo aparcamiento y en el mismo lugar donde estas personas almuerzan, los dos bandos de la batalla ideológica que llevaba años gestándose —batalla que se aceleró con la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008 y la posterior crisis económica y financiera— acabaron colisionando en la mañana del 26 de abril de 2017. Francia estaba en campaña electoral. En un espacio de menos de dos horas, sin coincidir cara a cara en ningún momento, los dos candidatos a presidir Francia confrontaron sus visiones antagónicas sobre Francia, Europa y el mundo.
Ambos visitaba a los trabajadores en huelga que protestaban contra el cierre de la fábrica y su deslocalización a la ciudad de Lodz, en Polonia. El cierre no era consecuencia directa de la crisis de 2008 en Estados Unidos, pero tampoco era ajena a las incertidumbres que pesaban sobre Whirlpool en Amiens, parecido a regiones industriales, golpeados por la desindustrialización, en la otra orilla del Atlántico.
El efecto Le Pen
Primero llegó Marine Le Pen, hija del líder histórico de la ultraderecha, defensora de la mano dura con la inmigración y contraria a la Unión Europea y a la globalización. Le Pen intentaba reproducir en Francia la victoria por sorpresa en Estados Unidos, unos meses antes, de Donald Trump, el magnate inmobiliario y showman de la telerrealidad que había roto todos los esquemas con mensaje contra las élites y los inmigrantes. «Conmigo [en la presidencia de la República francesa], la fábrica no cerrará», prometió Le Pen a los obreros, que la aplaudieron.
Su rival tuvo menos suerte. Llegó entre abucheos de los obreros y en medio de un tumulto de periodistas. Emmanuel Macron, nacido en el mismo Amiens 39 años antes, era un joven reformista que había trabajado en un banco de inversiones —los mismo bancos que en Estados Unidos habían contribuido a encender la crisis— y después había sido dos años ministro. Encarnaba la visión opuesta a la de Le Pen: europeísta y liberal. Y defensor de la globalización. «El cierre de las fronteras», les dijo a los obreros airados, «es una promesa mentirosa».
Que algunos sindicalistas aplaudiesen a Le Pen y muchos más abucheasen a Macron era un signo. Los moderados habían perdido desde hacía tiempo a la clase trabajadora: en Estados Unidos, en Reino Unido, en Italia o en Francia, los extremos —la ultraderecha aderezada con los hábitos de un nuevo populismo antielitista, antieuropeo, antinmigrantes y antiglobalización— avanzaban posiciones, ganaban elecciones. El Frente Nacional de Le Pen se proclamaban «el primer partido obrero de Francia».
Macron ganó las presidenciales unos días después del encuentro en el aparcamiento de Whirlpool, pero más de diez millones de franceses votaron a Le Pen. Le Pen y su Frente Nacional venían de lejos, de los grupúsculos ultraderechistas nostálgicos de la Francia colaboracionista con los nazis y de la Argelia francesa, pero también eran una encarnación más de un fenómeno común en todo Europa y en Estados Unidos: la desconfianza a las instituciones y los grandes partidos, la apelación al abstracto pueblo y a la soberanía nacional frente a las élites cosmopolitas y depredadoras.
«Si miramos los números en bruto, los partidos populistas han tenido, como media, el doble de éxito tras la crisis que antes de la crisis. Esto significa que la Gran Recesión no fue tanto la causa de la subida del populismo como el catalizador», dice en un correo electrónico Cas Mudde, profesor de la Universidad de Georgia, en Estados Unidos, y autor de varios libros sobre el populismo. La idea de que la Gran Recesión no creó sino que aceleró fenómenos que ya existían antes la repiten varias personas entrevistadas para este articulo.
Mudde distingue entre los populismos de izquierdas, en los que el nacionalismo y el racismo no tiene ningún papel y entre los que cita al partido español Podemos y al griego Syriza, del nacionalismo de la derecha radical, «que combina nativismo, autoritarismo y populismo». «Para estos, el factor cultural es más importante que la ansiedad económica», dice. Es decir, las victorias de Trump en 2016 o del Brexit —la salida de Reino Unido de la Unión Europea, decidida en un referéndum el mismo año— se explicarían más por el miedo identitario —el miedo al inmigrante, el miedo de la mayoría a dejar de serlo, a la decadencia de la propia cultura— que por la crisis económica.
En la campaña electoral, Trump supo vincular los agravios de millones de votantes blancos de clase trabajadora por la deslocalización industrial, con el fantasma de llegada de millones de inmigrantes que amenazaban la identidad estadounidense. La nostalgia de un pasado idealizado y puro es el refugio ante un presente de desigualdades crecientes y estancamiento del poder adquisitivo. En realidad, subraya Mudde, «muchas personas combinan los argumentos económicos e identitarios en sus sentimientos antinmigrantes».
El politólogo Dominique Reynié, director general del laboratorio de ideas Fondapol, en París, habla de «populismo patrimonial». Este populismo alimenta del temor de los votantes a perder el patrimonio material (los ahorros, la protección del estado del bienestar) y el patrimonio cultural (la identidad, la nación). Reynié se remonta a los años noventa, tras la caída del bloque soviético y la aceleración de la globalización, como primer momento de este populismo moderno, que se refuerza tras los atentados de 2001 y a lo largo de eta década. El rechazo de Francia, en referéndum, al tratado constitucional de la UE es otra etapa. «Todo esto estaba en pie antes de 2008», recuerda Reynié. «2008», añade, «tiene como efecto la aceleración del proceso».
La crisis financiera y la crisis de euro reforzaron la percepción de que el patrimonio material corría en peligro. Pero todo es más complejo de lo que parece: el antieuropeísmo de los populistas de derechas —y algunos con raíces en la izquierda— es selectivo. El efecto de 2008 fue doble, según Reynié. De un lado, sí, una reacción anticapitalista, en contra de las instituciones financieras, la globalización y las instituciones de la UE, señaladas como responsables de la crisis. Pero también un apego paradójico al euro, porque era una garantía de la protección de patrimonio material. Uno de los factores que perjudicaron a Le Pen ante Macron fue la promesa de Le Pen de abandonar el euro, una medida que, para muchos votantes, ponía en peligro sus ahorros y sus pensiones.
«Estoy convencido de que, aunque entre los electores del populismo en la zona euro haya una nostalgia por la moneda nacional, no hay un deseo de volver a la moneda nacional por voluntad de proteger el patrimonio material. Y esto hace que hoy los partidos populistas estén limitados en su expansión».
La crisis transformó la política en los países occidentales y también las relaciones internacionales. François Heisbourg, presidente del laboratorio de ideas Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres, ve un impacto directo y otro indirecto de a crisis de 2008 en las relaciones internacionales. El impacto directo es la aceleración del acenso de China como potencia económica y geopolítica.
El impacto indirecto, añade Heisbourg, es «el enfrentamiento de la opinión pública, en los países afectados por la crisis, contra las élites económicas y políticas», y esto altera el orden internacional. «Las élites se identificaban con la mundialización occidental y con el multilateralismo estratégico que giraba en torno a Occidente. Y es contra todo esto contra lo que se vuelve el populismo, y se acerca a quienes pretenden, en Rusia o en China, presentar un contramodelo», explica. «La consecuencia es la deriva unilateralistas y, en cierta medida, aislacionista de Estados Unidos». El mundo post-crisis es menos occidental que el anterior y los modelos autoritarios —a fin de cuentas fueron las democracias las que fallaron con la crisis y sus partidos tradicionales, socialdemócratas y democristianos, hoy en declive en muchos países— han recobrado prestigio. «No se trata sólo la aparición de China como rival estratégico de Estados Unidos», concluye Heisbourg, «sino de la transformación de la manera como el mundo funciona estratégicamente».
¿La globalización? En la antigua fábrica de Whirlpool, los veteranos trabajadores Frédéric Chantrelle y François Gorlia, ofrecen una respuesta tenebrista. «Una mierda», dice Chantrelle, del sindicato CFDT, y ambos se ríen. «Cuando vemos las fábricas que han cerrado, esto es el desierto». «Antes, esto era una zona industrial», lamenta Gorlia, de la CGT. «Un día habrá una revolución…», continúa Chantrelle. ¿Y la UE? «Estamos asqueados de ver cómo grandes empresas se largan a otros países europeos para obtener beneficios, cuando podían hacerlos en Amiens», responde Chantrelle. El 31 de mayo Whirlpool cerró. Chantrelle y Gorlia cuentan que, durante el verano, los camiones se llevaron a Lodz la maquinaria para fabricar secadoras. De los 287 despedidos, la nueva propietaria, la empresa local WN, ha vuelto a contratar a 170. En los buenos tiempos, Whirlpool llegó a tener 1.200 trabajadores en Amiens.
Ambos sindicalistas estaban en la fábrica el día que Macron y Le Pen. Ni uno ni el otro votaron. Dicen que no creen en los políticos. Y esta es otra consecuencia de la Gran Recesión: la desconfianza en la capacidad de los poderes públicos para resolver los problemas de los ciudadanos. «Una multinacional que quiera cerrar la fábrica, cierra», dice Chantrelle. «Cerrarán por mucho que te llames Macron, Le Pen o Perico de los Palotes».
Fuente: El País