La catástrofe de finales de los años treinta del siglo pasado amenazaba con repetirse. El prolegómeno de 1928, la recesión alemana, tuvo su paralelo en la crisis del peso mexicano de 1994. El crash del 29, en el desplome de la Bolsa de 2000, con pérdidas de valor cercanas al 40%. Los pánicos bancarios multiplicados desde 1931 prefiguraban los acaecidos desde 2007.

Lo que fue absolutamente inverso fue la actuación de los grandes banqueros centrales (occidentales). Entonces, los ‘señores de las finanzas’, como les bautizó Liaquat Ahamed en un memorable estudio, arrastraron los pies, «permitiendo pasivamente la quiebra de miles bancos y la contracción del crédito en un 40%» (Lords of finance, the bankers who broke the world, Penguin, 2009). Mientras que hace 10 años inyectaron a la banca (y al sector público) toda la liquidez imaginable para evitar una sequía del crédito paralizante del sistema productivo.

En realidad, el error de los gobernadores Montagu Norman (Banco de Inglaterra), Benjamin Strong y su sucesor George Harrison (Reserva Federal de Nueva York), Hjalmar Schacht (Reichsbank) y Émile Moreau (Banque de France), venía condicionado por uno anterior, el retorno al patrón oro en los años veinte. Si desde 1929 arrastraron los pies es porque antes los habían atado, vinculando el montante del dinero en circulación (y por tanto, su capacidad de préstamo) a la cantidad de oro de sus reservas, sin margen de ampliar la potencia crediticia más allá de la cantidad convertible en el metal precioso. Lo que les impidió (o al menos limitó severamente) el ejercicio de su función de verdaderos prestamistas de última instancia, forzándoles a subir los tipos de interés cuando la economía los necesitaba más bajos.

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También en 2008 se hundió «la confianza y la producción en todo el mundo», y el comercio cayó incluso «más rápidamente que durante la Gran Depresión», así que «la situación pedía a gritos unas respuesta de políticas keynesianas en forma de estímulo monetario y fiscal», como tiene escrito el exgobernador inglés del momento, Mervyn King (El fin de la alquimia, Deusto, 2016). Pero esta vez no había el corsé del patrón oro, y además, «los bancos centrales [y los gobiernos] se pusieron en marcha» e inundaron el mercado de dinero, bajaron a un impensable cero los tipos de interés, rescataron bancos, compraron activos dudosos y financiaron directa o indirectamente la deuda pública. Los gobiernos fueron más inconstantes, sobre todo en Europa, donde el retorno a la filosofía de la austeridad provocó una segunda ronda recesiva, en 2011.

Así que para la historia queda que Norman y sus colegas pecharon con el sambenito de villanos de la Depresión. Y por el contrario, King y sus colegas, especialmente Ben Bernanke y Janet Yellen (Reserva Federal, Fed) Mario Draghi (Banco Central Europeo, BCE) y (a distancia) Masaaki Shirakawa y Haruhiko Kuroda (Banco de Japón), fueron considerados los héroes que recondujeron el desastre y evitaron la catástrofe.

El acierto de los bancos centrales

Potencial americano

Por potencia de fuego y por su calificación intelectual sobre el manejo de las crisis, el tono lo marcó Bernanke, un profesor republicano y moderado, admirador a partes iguales de John Maynard Keynes y de Milton Friedman, y estudioso apasionado de la Gran Depresión. Aplicó en otoño de 2008 las lecciones de gestión aprendidas de aquella crisis a la tormenta desatada con el desplome de Lehman Brothers: «restaurar el pleno empleo», «actuar con determinación» y «ser creativos, desafiando la ortodoxia» (El valor de actuar, Península,2016).

Vaya si la desafiaron. Un decenio de tipos de interés bordeando el cero y una inyección gigantesca de dinero han sido las dos patas de la heterodoxia. Hasta hoy, cuando empieza a reducirse o reconsiderarse la política monetaria expansiva de la relajación cuantitativa (quantitative easing (QE), o compras masivas de activos).

Pero incluido hoy, cuando el balance engordado de los grandes bancos equivale a casi un tercio de la deuda de sus gobiernos: 15,3 billones de dólares, dos tercios de los cuales en bonos públicos (Financial Times, 8/8/2018). Entre 2008 y 2014, la Fed duplicó su balance, hasta 4,5 billones de dólares. Y el BCE también duplicó el suyo en dos años desde que inició su QE (en marzo de 2015) hasta agosto de 2017, lo que suponía un nivel equivalente al 40% del PIB de la eurozona.

Algunos resultados fueron fulminantes. EEUU recuperó en dos años el nivel económico anterior a la crisis (la recesión duró de final de 2007 al tercer trimestre de 2009). Reino Unido también cosechó éxito. Y Europa tardó mucho más (de 2008 a 2016), por la vacilaciones del propio BCE (subió tipos en 2011, con Jean-Claude Trichet, lo que desembocó en una segunda ronda recesiva y varios rescates de países vulnerables mediterráneos) y los obstáculos del Bundesbank a la expansión cuantitativa. Pero cuando el presidente del BCE, Mario Draghi pudo finalmente ponerla en marcha, multiplicó los efectos de sus anteriores medidas en pro de la estabilidad del euro y de la recuperación económica, de las que la proclama de que haría «todo lo que sea necesario para salvar al euro«, fue emblema efectivo en el verano de 2012. Mientras, Japón, que había relajado su política monetaria desde 2000, tuvo que aflojarla aún más en 2014 para relanzar el crecimiento y la inflación.

Los banqueros centrales cooperaron estrechamente con las autoridades políticas para alumbrar una nueva regulación bancaria, que evitase los abusos bancarios en la toma de riesgo y en el engaño a los consumidores mediante las prácticas facilitadas por la abundancia exuberante del dinero barato (primas, hipotecas subprime o basura, CDS desconectados de contenido material…). Se aumentó el arsenal y las condiciones de la supervisión (y en Europa se creó una de sesgo federal, adscrita al BCE, primer pilar de una inédita y decisiva Unión Bancaria); se dotó de mayor poder a las instancias de resolución bancaria; se reforzó el nivel y la calidad exigida a los requisitos de capital, a través de los acuerdos de Basilea, y se intentó separar la actividad de la banca comercial de la banca de negocios.

Esta última reforma quedó corta. De manera que las virtudes en el manejo de la política monetaria quedaron oscurecidas por la imposibilidad de poner coto al crecimiento exponencial del tamaño de la banca, consagrándose la viciosa categoría de las entidades demasiado grandes para caer (too big to fail, TBTF).

La presunción de que nunca se podría dejar caer a algunos bancos constituía un apoyo público implícito (adicional a las ayudas de Estado explícitas que se prodigaron para evitar quiebras), que discriminaba en favor de los más grandes, distorsionaba la competencia en perjuicio de los consumidores, incentivaba las prácticas más arriesgadas para alcanzar mayor rapidez en el crecimiento societario y aumentaba el riesgo moral , la irresponsabilidad de los gestores al no penalizar sus eventuales abusos.

Las voces en favor de establecer límites (del 2% al 4% del PIB para cada entidad) en el tamaño de los bancos fueron desoídas (13 bankers, the Wall Street takeover, Simon Jonson y James Kwak, Pantheon, 2010). Y así se generó una categoría de «megabancos» de extraordinario poder en el mercado y posición dominante difícilmente desafiable, especialmente en EE UU. Así que si en 1983 el primer banco del mundo, Citibank, suponía (en términos de total de activos) solo el 3,2% del PIB estadounidense, en septiembre de 2009 el Bank of America alcanzaba el 16,4%. Y entre él y los cinco que le seguían (JP Morgan, Citigroup, Wells Fargo, Goldman Sachs y Morgan Stanley) alcanzaba un perímetro equivalente al 64% del PIB norteamericano. «Un sector bancario algo mejor capitalizado, pero aún más concentrado y beneficiario de garantías públicas explícitas: esto no es progreso, habrá más crisis y más grandes en los próximos años», concluyó el analista Martin Wolf.

La otra pata coja del sistema, en este caso imputable sobre todo a los Gobiernos, fue la soledad de la política monetaria, por incomparecencia de la política fiscal (a excepción de la Administración de Barack Obama), salvo en el contraindicado sentido procíclico austeritario, sobre todo en la Unión Europea, apoyado por parte de los gobernadores. Si al inicio de la crisis los gobernantes optaron por una ambiciosa expansión presupuestaria, que se consagró en la reunión del G-20 en Londres (mayo de 2009), en seguida la UE retranqueó esa política, con las consabidas y perjudiciales secuelas sociales que contribuyeron al descontento social y constituyeron un caldo de cultivo para algunos populismos.

Descontados estos pasivos, el balance de los bancos centrales pasó con nota el examen de la Gran Recesión. Pero esta calificación para nada es unánime. Diez años después, algunos consideran que reaccionaron tarde y con demasiada timidez, y que la expansión cuantitativa no solo debió cubrir compras de activos públicos y privados sino el uso a mansalva del «dinero arrojado desde los helicópteros», sin contrapartidas, para uso general e incentivo contundente del consumo y la demanda (Martin Sandbu, The devastating cost of central bank’s caution, FT 8/8/2018). Desde la trinchera opuesta, la reacción más conservadora negó la necesidad de aumentar los balances de los bancos centrales para rescatar bancos y países europeos (Hans Werner Sinn, Twilight of the euro?, Project Syndicate, 30/8/2018). Nunca llueve a gusto de todos.

Fuente: El País