No es fácil dar con una definición exacta y explicativa de populismo, un término que hoy es más acusación política que categoría de partido. Por populismo se puede entender el rechazo o resistencia a la mediación de las instituciones políticas y, en consecuencia, la tendencia a ofrecer soluciones simples —en todos los sentidos del vocablo— a problemas complejos. La posición populista abarca tanto la presunción de una identidad nacional atacada desde fuera por los inmigrantes, con las adherencias racistas y que ello implica en los órdenes laboral y económico, como la presunción de que es sencillo acabar con la desigualdad y la injusticia identificando a los que están arriba como opresores de los de abajo. La cadena de causas que han propiciado el populismo, Trump, el Brexit o la proliferación de los partidos anti-inmigración en toda Europa ha sido expuesta con profusión: desigualdad agravada por la crisis financiera, bajo crecimiento y malas expectativas, déficit de cumplimiento de las promesa políticas, presión migratoria, temores viscerales a la pérdida de identidad… El problema es que el conocimiento de las causas no implica capacidad para revertir los efectos, porque las sociedades no son artefactos mecánicos: el fenómeno persiste o resiste más allá del momento en que desaparecen las causas que lo produjeron. Eso sin contar, por supuesto, con que algunas de las causas de fondo del populismo no han cesado todavía de actuar.

Uno de los riesgos más acusados el fenómeno populista y de la reacción visceral que provoca es imputar a las políticas económicas distintas el estigma de soluciones populistas. La polarización conduce a etiquetar las políticas de ajuste presupuestario y de rentas como las únicas verdaderas; todo lo que se sale de ellas está fuera de norma. A pesar de la presión doctrinal, las políticas de expansión del gasto, bien sea con fines sociales o de inversión pública, no son anomalías populistas. Esta precisión tiene que quedar muy clara para que el auge del populismo no implique, como efecto colateral, la negación de estrategias fiscales válidas y perfectamente compatibles con el control del déficit y de la deuda.

El populismo tiene un efecto devastador sobre el tejido institucional. En primer lugar, porque tiende a negar la negociación como parte del proceso de convivencia económica. Si Estados Unidos niega con los hechos el multilateralismo e Italia menosprecia el diálogo con Bruselas se debe tanto a que el horizonte económico se agota para la concepción populista en las fronteras del Estado propio como a la suposición de que el intercambio económico siempre produce un daño a la nación. El fondo de la economía populista está imbricado de tentación autárquica y del “se aprovechan de nosotros”. Excluya, porque se trata de mensajes muy complicados para conjugar con el “ellos o nosotros” cuestiones como las relaciones reales de intercambio, la generación de valor añadido o las mejoras desde las infraestructuras para los productos nacionales.

La expansión populista tiene pésimas consecuencias inmediatas para la economía mundial, en tanto que reduce los intercambios comerciales y reduce la expectativa de crecimiento nacional. Pero hay que alertar sobre otro problema añadido. En tanto que sitúa los males económicos en los competidores aprovechados o en la inmigración, desplaza el foco de atención hacia los problemas estructurales de las economías nacionales.

Fuente: El País