Entre las 75 medidas del nuevo Plan Director contra la explotación laboral 2018-2020 figuran algunas instrumentales.

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Van de la creación de una unidad de lucha contra la discriminación de género a la convocatoria de nuevas ofertas de empleo público para inspectores o la promesa de dotar de presupuesto al organismo autónomo de inspección creado por ley en 2015 y aún carente de recursos propios.

Todo eso parece burocrático. ¡Es determinante! «Hagan ustedes las leyes, que yo haré los reglamentos», espetó un día Romanones. La credibilidad del plan dependerá al cabo de su puesta en práctica. Y esta, del ánimo personal de los funcionarios que logre multiplicar la nueva ministra, sí, y de la coordinación Gobierno-autonomías, de las que pende en buena medida esta competencia. Pero sobre todo de las herramientas con que cuente el nuevo organismo.

Durante la era del PP, se realizaron 6 millones de inspecciones, que recaudaron unos 2.000 millones de euros. A un ritmo anual de 330 millones largos.

Sea esa cuantía apreciable o no, y entrañe más o menos esfuerzo de los inspectores, es cierto que equivale —en relación con el problema de la precariedad laboral— al empeño de San Agustín de vaciar el mar (en la arena) a golpe de cubos.

Eso se verifica radiografiando una de las bolsas más canallas del fraude en la contratación, la temporal, que otorga a España el farolillo rojo de la UE, por encima de la tramposa Polonia. En 2011 había en España 13,3 millones de contratos de este género, y seis años después, 19,5 millones, un aumento de casi el 50%.

Más: el 90’7% de los nuevos contratos en 2017 fueron temporales. Que en España solo terminan convirtiéndose en fijos en un 8% en el año siguiente a suscribirse; una tercera parte que el 24% europeo, como ha denunciado el profesor Vicente Castelló. Y que cuatro de cada diez veces se extienden por menos de un mes.

¿Cómo se combaten esas lacras? Con una sandalia y una zapatilla. Gracias a un ejército de inspectores menguado: 943 en 2016 (con los autonómicos de Cataluña y Euskadi), frente a los 948 de 2015.

De modo que en nuestro país su proporción es de uno por cada 15.000 asalariados, mientras que en la UE lo es de uno por cada 7.300: la mitad de atención aquí que allá. El Gobierno Sánchez ha prometido mejorar algún paso. Faltan kilómetros.

También convendría algún retoque legal. La receta convencional para las empresas cuando se las pilla in fraganti es convertir a los temporales en fijos, más que multarlas con el baremo tope de 6.250 euros fijado para las faltas graves.

Si se aplicase el de las muy graves, otro gallo cantaría: se multiplicaría por seis, y publicidad. Eficaz disuasión. Y si esto pasa con los temporales, ya muy trillados, imaginen con los de sobreexplotación por razón de género. Casi todo por hacer. ¿Casi?

Fuente: El País