En 2004 Fiat perdía dos millones de euros al día y sus acciones costaban 1,60 euros. Su situación era tan funesta que General Motors desembolsó 1.500 millones para no comprarla. En 2018 se espera que cierre el ejercicio con 4.000 millones de liquidez en la caja, que sus ingresos alcancen los 125.000 millones y sus títulos ya han alcanzado los 16,4 euros. En medio de este camino pedregoso se hizo con la joya de la corona estadounidense: la Chrysler de Detroit y se convirtió en uno de los mayores colosos del automóvil. Lo que le sucedió a la compañía italiana entre esos dos puntos tiene un nombre propio: Sergio Marchionne.

El hombre que aportó a Fiat un motor inagotable que trabajaba también de noche -entre negociaciones voraces- de madrugada y cuando hiciera falta; y una máquina constante de ideas cuando más lo necesitaba. “Ni en la peor de mis pesadillas hubiera imaginado algo así”, bromeaba hace un par de meses, cuando presentó los resultados del primer trimestre de este año. La suya es una historia singular, que está en las antípodas del estereotipo, basada en una capacidad de gestión e inventiva fuera de lo común. Era una de esas mentes de las que ya no quedan y que marcó un punto de inflexión en la economía italiana. También encarnaba una figura de consenso que enamoró tanto a la izquierda como a la derecha, que estos días se han volcado con él.

Cuando desembarcó como consejero delegado de Fiat en Turín de la mano de Umberto Agnelli, hace 14 años, todos lo acogieron con escepticismo. No tenía la experiencia ni la formación necesaria para un sector tan particular como el del automóvil. Era un desconocido guiando a un gigante agonizante, al borde de la bancarrota y cuya supervivencia dependía de endeudarse con los bancos. Sin un cambio de ruta, la compañía habría terminado en manos de los acreedores.

En pocas semanas consiguió que el aire se renovara. Cambió el traje y la corbata por su ya icónico suéter azul y se puso a trabajar. “Fiat lo conseguirá. Prometo que trabajaré duro, sin polémicas ni intereses políticos”, dijo cuando asumió su cargo. Desde entonces solo cerró dos ejercicios en rojo: el de ese mismo año y el de 2009. En total deja más de 15.000 millones de euros de beneficios.

Cimentó su gestión en dos movimientos clave. El primero fue el divorcio con General Motors. Con una maniobra hábil supo sacar partido a la debilidad de la compañía italiana: “Si os quedáis con Fiat, os quedáis con las deudas”, puso entonces sobre la mesa. Se había pasado la noche estudiando minuciosamente las cuentas del gigante estadounidense, que finalmente cedió y desembolsó 2.000 millones de dólares para romper la alianza que se había firmado en el año 2000. Con esa entrada de capital Marchionne comenzó a reflotarla empresa. El segundo paso fue desactivar la amenaza de los bancos que en 2005 habían empezado a pedir que las deudas se transformaran en acciones que poder vender a otras marcas.

Pero se le recordará sobre todo por ser el hombre que compró el buque insignia de la industria estadounidense, Chrysler. Era 2007, la crisis empezaba a minar las economías a ambos lados del Atlántico y nadie habría apostado por que Fiat lograría la hazaña. Pero ‘el general sin miedo’ –como lo apodaban por su capacidad de liderazgo– convenció primero a la Administración de Barack Obama, después a los sindicatos y finalmente a los bancos. El acuerdo que selló el nacimiento del grupo FCA (Fiat Chrysler Automóviles) se firmó a las cinco de la madrugada. Es una muestra de la tenacidad y de la determinación que todos atribuyen a Marchionne.

Bajo su batuta el grupo multiplicó por ocho su capitalización y mudó de piel en varias ocasiones para adaptarse a un mercado cambiante. Fiat dejó de fabricar automóviles solo para las clases populares y se desarrolló modelos para las élites, lo que les situó en condiciones de competir con vehículos de alta gama alemanes. Una de sus últimas instrucciones fue un impulso a la electrificación, frente a la que se había mostrado reticente en un principio, con una inversión de 9.000 millones de euros para adaptar sus modelos en todas las marcas.

Su mano dura también le llevó en varias ocasiones a enfrascarse en importantes combates en varios frentes, con los sindicatos del sector y con la patronal industrial (Confindustria), que abandonó clamorosamente tras años de hostilidad.

En 2014 se puso también al frente de Ferrari, que bajo la guía de su predecesor Luca Cordero di Montezemolo se había convertido en una corporación estancada y una escudería de Fórmula 1 en crisis permanente. Con Marchionne volvió a ser el estandarte de la familia Agnelli y se creó una sociedad separada de Fiat que cotiza en bolsa, después de recuperar el 90 por ciento de las acciones que dependían de bancos e inversores. En el primer trimestre de 2018 los beneficios aumentaron un 19,4% respecto al mismo periodo del año anterior.

Lega una galaxia Fiat completamente nueva, no solo en su distribución geográfica, también en la cultura, en el modo de trabajar y en su perfil de rentabilidad. No deja un guión para el futuro. “FCA es un conjunto de culturas y gestores nacidos de cada adversidad”, decía. Pero sí un aviso: “Tenemos que evitar ser arrogantes. El éxito nunca es permanente sino que hay que ganárselo día a día”.

Nació en Chieti, en la región de los Abruzos hace 66 años, en el seno de una familia que huía de las persecuciones ideológicas y étnicas de la II Guerra Mundial. Experimentó en primera persona las dificultades de la inmigración antes de llegar a la cima de las finanzas internacionales. Pasó su vida entre Italia, Istria, Estados Unidos y Canadá, donde se licenció en Filosofía y más tarde en Economía y Derecho.

Conocido también por su fuerte personalidad, llevó a cabo toda su obra prácticamente en total soledad. Son pocos los colaboradores que permanecieron a su lado en estos 14 años. “El liderazgo no es anarquía. Quien manda está solo”, dijo en una ocasión durante una entrevista.

Fuente: El País