El populismo es una expresión de la rabia contra la luz moribunda de la democracia. Una lectura de la vida transformada en un campo de batalla. Una ideología que separa “la gente pura” frente a “una élite corrupta”. Suya es la reivindicación, narra Cas Mudde, profesor en la Escuela de Asuntos Internacionales de la Universidad de Georgia, “de que la política debería ser una expresión de la voluntad general de la gente”. Una interpretación retorcida del “We The People (…)” con el que los Padres Fundadores estadounidenses escribieron las primeras palabras del prefacio de su Constitución. Pero el populismo también destruye la memoria. En Italia, que parece haberse convertido en la “tierra prometida” de esta política de la ira, los jóvenes están olvidando los versos de Bella Ciao, el himno con el que sus abuelos combatieron el fascismo.

Sin embargo, Italia se abrasa bajo un fuego que arde en bastantes naciones. El retorno de la extrema derecha ha aumentado en muchos países. Pese a que no ocupe el poder, es una fuerza presente en Italia, Austria, Holanda, Alemania, Dinamarca, Reino Unido, Grecia, España, República Checa o Francia. Y muchas no ocultan su ideología cercana a la atracción neonazi. Las urnas reflejan que su mensaje encuentra papeletas. “La media de voto populista en la Unión Europea en 2000 era del 8,5% pero durante 2017 ya alcanzaba el 24,1%”, alerta Yascha Mounk, profesor en la Universidad Johns Hopkins. El periódico The Guardian publicó un análisis del alcance de este movimiento de derechas en Europa y descubrió que “ha triplicado su apoyo en las últimas dos décadas en 31 países europeos”. Lo peor de todo no es su mensaje en contra de lo que ellos entienden por élites económicas o sociales, lo más preocupante “y peligroso”, avisa Jan-Werner Muller, profesor de ciencias políticas en la Universidad de Princeton, “es la tendencia a excluir a los otros del nivel más básico de su identidad política”. Como si las pisadas de los emigrantes o los refugiados no produjeran sonido, como si el resto de partidos hablara sin palabras, como si la democracia liberal estuviera tallada en arcilla.

Pero antes de que la política sea esa distancia, a veces sin cotas, entre el bien y el mal, algunos académicos avisan de que los populismos son inherentes a las democracias occidentales. Habitan en las grietas o en los abismos entre las promesas de la democracia y sus verdaderas concesiones. Y en pocos lugares esa fractura se recorre con las yemas de los dedos como en la injusticia. “No hay duda. Los populismos son una respuesta a la inequidad. Pero también son un manotazo en el lado equivocado de la mesa. Es un golpe sobre lo que ellos consideran las élites: los partidos tradicionales, el FMI, la Reserva Federal”, sostiene Emilio Ontiveros, presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI).

Puede ser. Sin embargo esta ira también procede de una avalancha económica. Resulta inexplicable sin el crash de 2008, el empobrecimiento de las clases medias, la corrupción, la desregulación financiera de los años ochenta, la globalización anárquica o esa dictadura tecnológica que orilla al hombre frente a la máquina. Pero, sobre todo, el desencanto acude desde los salarios. Los trabajadores llevan décadas firmando idénticas nóminas. Si la sociedad y las empresas hubieran sido más justas esas políticas de revancha pesarían hoy tanto como la paja. Ya casi nadie se acuerda, pero en 1998 solo Suiza y Eslovaquia —dos países pequeños— tenían populistas en sus Gobiernos. Dos décadas después nueve territorios más están “ocupados”. En ese momento, la economía erró su lado en la Historia. “Se sumó, equivocadamente, a una política de austeridad fiscal defendida por muchas administraciones justo después de la crisis, cuando las heridas aún estaban abiertas”, recuerda Francesco Trebbi, profesor de Economía de la Universidad British Columbia (Canadá). Las sociedades respondieron y el egoísmo circunnavegó el planeta. “Valores como lealtad, cooperación, honestidad, igualdad, equidad o compasión parecieron tan pasados de moda que nunca más se iban a aplicar en la economía”, escribe Steven Pearlstein en su libro ¿Puede sobrevivir el capitalismo estadounidense?

El tiempo decidirá sobre su vida o su muerte. Por ahora tenemos la cólera de los excluidos y el enfado de los oportunistas. “El populismo conduce hacia políticas económicas irresponsables, altas tasas de interés, una confianza empresarial más débil y menos inversión”, defiende el escritor y periodista financiero Martin Wolf. Por eso los analistas del banco de inversión UBS aportan el término “disfuncionalidad”. Esta rabia política “dificulta introducir mejoras estructurales, adaptar la economía, por ejemplo, al envejecimiento o al resto de desafíos del Estado de bienestar”, explica Roberto Scholtes, director de Estrategia de la entidad. Esa anormalidad le podría costar a España —acorde con UBS— el 3% de su riqueza. Ese es el enorme tributo al populismo. El principio de la anatomía de un destrozo. “Vox, un partido de extrema derecha, defiende un populismo de manual”, puntualiza el economista José Carlos Díez. “Propone soluciones sencillas a problemas complejos. Ha prometido reducir la recaudación del IRPF a la mitad. Esto provocaría una fuga de capitales y otro rescate como en 2012. ¿Consecuencia? Recortes en sanidad, educación, pensiones y en el sueldo de los funcionarios”. ¿Hay algún adulto en la sala o solo niños con un arma cargada? “Estos partidos no tienen un programa pensado para gestionar la realidad, únicamente saben sobrevivir en la oposición”, revela Ignacio Molina, investigador principal del Real Instituto ElCano.

Aunque la geografía del populismo es un viaje complejo y contradictorio. En Europa, se utiliza para describir partidos, sobre todo, de extrema derecha. Y en América Latina su topografía es justo la contraria. Sin embargo, Estados Unidos también recuerda la historia de Franklin Delano Roosevelt. Un presidente populista que en los años treinta —cuando la vida para millones de estadounidenses era un proceso de demolición— concibió el New Deal. “Su presencia consolidó la democracia. Pero para las élites económicas resulta muy útil calificar a todos los políticos que movilizan a la gente con el objetivo de desafiar los excesos económicos como “populistas ilegítimos”, dice Robert Kuttner, economista y autor de ¿Puede la democracia sobrevivir al capitalismo global? El escritor propone devolver a su “celda” al capitalismo incontrolado.

Fenómeno global

Lejos de las excepciones, el éxodo del populismo cada vez encuentra menos fronteras. Es responsable, en parte, del Brexit (Ukip) en el Reino Unido. Ha armado una alianza en Italia entre La Liga y el Movimiento 5 Estrellas (M5S). Los populistas autoritarios de Hungría y Polonia parecen desfilar bajo un nuevo paso de la oca. Y nadie —ni siquiera las democracias más avanzadas— vive ajeno a la rabia. En Suecia, Holanda, Francia y Austria han hallado puertos francos. Y, por si fuera poco, en Centroeuropa se siente el auge de la extrema derecha de Alternativa por Alemania (AfD). ¿Qué Europa es esta? Sin duda, nosotros, los de entonces, ya no somos los de ahora. “El populismo de derechas significa más xenofobia, nacionalismo, retroceso de los derechos humanos y una cooperación internacional más débil”, desgrana Wolf. Es una revolución contra el establishment, los Gobiernos tecnocráticos, la dilución de la identidad nacional, la inmigración, el euroescepticismo y la democracia liberal. Es una asonada frente a mucho de lo que pensábamos que era sólido. “La única buena noticia es que esta marea puede estar cambiando”, comenta Kenneth Roth, director ejecutivo de Human Rights Watch (HRW). “Mientras los populistas continúan copando los titulares, la verdadera noticia de 2018 fue la enorme resistencia que ha generado sus excesos. El contrataque está ganando batallas y aumenta el coste de la represión. La mejor manera de frenar a los populistas”.

Pero a veces los titulares parecen tan difíciles de entender como el copto. La visión maniquea se desmaterializa. Democracia frente a fascismo. Integración frente a exclusión. Gasto frente a austeridad. Lo cuenta la República Checa. Tiene una tasa de paro del 2,3%, la más baja de la Unión Europea. Su economía crece a un ritmo del 4,3%. Y la crisis de los refugiados de 2015 ni bordeó sus fronteras. Sin embargo, en las últimas elecciones, los partidos populistas acumularon el 40% de los votos. Para explicarlo, hay que imaginar una argamasa que mezcla añoranzas y banderas. “Un factor que ha contribuido con fuerza al auge de los populismos es un permanente sentimiento euroescéptico”, apunta el político y activista checo Martin Mejstřík.

La crisis de 2008 golpeó fuerte al sur de Europa. La calidad de vida cayó y los partidos centristas (que asumieron la austeridad) eran el retrato del enemigo. Italia, tras décadas de corrupción, gobiernos ineficientes, paro y una avalancha migratoria, abrazó esos gélidos vientos. Y da igual que Roma aún no arda. El país es la “tierra prometida” del populismo. “Los principales desencadenantes son la recesión, la inmigración y la fractura entre las expectativas de la gente y la capacidad de los partidos de cumplirlas”, sintetiza Gianfranco Baldini, profesor de políticas en la Universidad de Bolonia. Las culturas marxistas y católicas —con sus plegarias desatendidas— han contribuido a la fractura y al gobierno de dos extraños. Los antisistema del M5S y el enfado xenófogo de La Liga. Radicales y a la vez sumisos. Porque Salvini —líder de La Liga— prometió una renta básica de 780 euros y terminó recortando este año el déficit al 2,04% por dictado de Bruselas.

En la Europa Central y del Este, ese viaje a la noche más oscura del alma no llega de los márgenes del sistema sino de su corazón. Partidos como Fidesz (Hungría) y el ultraconservador Ley y Justicia (Polonia) comenzaron su vida en espacios políticos tradicionales. Más tarde asumieron la ira populista e izaron la bandera. Fidesz —presidida por Viktor Orbán— acaparó dos tercios de los escaños en las elecciones de abril pasado apoyado en un discurso de hastío contra los inmigrantes junto a la demonización del filántropo húngaro-estadounidense George Soros. Una encerrona impensable sin el dolor y la memoria. “Muchos húngaros, sobre todo las generaciones más mayores y los habitantes de áreas rurales, se consideran perdedores en la transformación que condujo a la economía de mercado en los años noventa. Y la entrada en Europa no ha aumentado, significativamente, su nivel de vida. Además el discurso público explota a Hungría como una víctima permanente de la historia”, analiza Daniel Hegedus, experto en política húngara del centro German Marshall Fund de los Estados Unidos. Frente a este recuerdo de nubes negras, “el relato populista ofrece a los húngaros un sentimiento de empoderamiento, de ser valiosos y únicos, algo que tiene bastante impacto en una sociedad que durante décadas no tuvo mucho éxito económico”.

Sin embargo la vieja Europa es aún capaz de hallar nuevas fórmulas para frenar el formidable ascenso de la derecha radical. La socialdemocracia sobrevive en Suecia. Stefan Löfven, de 61 años, vuelve a gobernar el Parlamento. Y la extrema derecha de los Demócratas Suecos (DS), aunque fue la tercera formación más votada en las elecciones del 9 de septiembre, se queda fuera. Suecia ha pintado una intensa línea roja. Quiere defender los valores que definen un país que durante la crisis de los refugiados de 2015 acogió a 160.000 personas. El ratio per cápita más alto de cualquier nación de la OCDE. No sonrojarán una tierra que una vez quiso construir un paraíso. “En su cabeza, Suecia va en la dirección errónea”, observa Carl Gustaf Truedsson, profesor en la London School of Economics (LSE). “Aumentan los tiempos de espera en la sanidad pública, crecen los incidentes violentos relacionados con bandas en ciertos suburbios y los inmigrantes viven de los beneficios pero no contribuyen”. Es una retórica mil veces escuchada. Son las palabras de los hombres huecos. “El DS argumenta que cortar este flujo de personas y el dinero invertido en la integración liberaría recursos económicos que sería mejor destinarlos a proteger el estilo de vida sueco”, señala Neal Kilbane, economista senior en Oxford Economics. Bienvenidos, diríase, a la república independiente de la xenofobia.

Flexibilidad

Sin duda la gran “virtud” del populismo es que es una ideología “ligera”. El adjetivo procede de Cas Mudde, profesor en la Universidad de Georgia, y justifica la facilidad que tiene esta rabia de sobrevivir adherida a derecha e izquierda. Incluso puede crear sus propios híbridos, como el M5S. El populismo habla el lenguaje de la minoría silenciosa y fluye por las torrenteras de las organizaciones clásicas. Contaminando su ideario. “Cada vez resulta más y más difícil distinguir los partidos populistas frente a los tradicionales. Porque estos últimos, ya sean de centro-derecha o centro-izquierda, están ajustando sus posiciones para frenar la pérdida de votos”, relata Pontus Odmalm, profesor de Políticas en la Universidad de Edimburgo. Y añade: “Están asumiendo posiciones populistas radicales de derechas, lo que significa unos controles fronterizos estrictos y un enfoque de la integración más exigente”.

El miedo es un combustible poderoso. A comienzos de siglo, Fidesz era la típica organización nacional conservadora. Pero su líder, Viktor Orbán, presionado por Jobbik (una agrupación de extrema derecha creada en 2003), descubrió que demonizar a migrantes y musulmanes introducía papeletas en las urnas. Pues existe algo atávico en la intensa fuerza gravitacional que ejercen los populistas sobre los partidos de siempre. Timothy F. Geithner, antiguo secretario del Tesoro en la Administración Obama, revela en su libro Stress Test una conversación que tuvo con Bill Clinton para convencerle de que diera a su mandato un giro populista. “Podría llevar a Lloyd Blankfein [entonces presidente de Goldman Sachs] a un callejón oscuro y degollarle”, lanzó Clinton. “Esto apaciguaría a la gente un par de días. Pero más tarde volvería a regresar la lujuria por la sangre”.

La izquierda alemana

Ese deseo viaja por la orografía europea. Dinamarca, Países Bajos, Finlandia, Lituania, Bulgaria, Austria, Eslovaquia y Noruega tienen partidos mayoritarios que gobiernan con el apoyo formal o informal de los populistas. Una herida, sobre todo, para la izquierda alemana. En 2017, los socialdemócratas germanos (SPD) concurrieron por primera vez a unas elecciones generales sin liderar una coalición con Die Linke. Un partido populista de izquierdas originario de la antigua Alemania del Este. Aunque más significativo fue que en la reunión de enero de la Unión Social Cristiana (el partido hermano bávaro de la Unión Demócrata Cristiana, CDU) uno de los invitador de honor fuera Orbán. ¿Ese es el camino que tomará la CDU sin Angela Merkel al frente de la organización? ¿Caminará sobre aguas “macilentas?” “Esa palabra es quizá un poco fuerte, pero los populistas radicales de derechas están estableciendo el tono que los partidos mayoritarios tienden a seguir”, aclara Pontus Odmalm. Sin sonrojarse, en la campaña electoral austriaca de diciembre pasado, los conservadores de la ÖVP no tuvieron reparos en copiar propuestas (prohibición del burka, reducción de los derechos de los migrantes) del ideario de la ultraderecha (FPÖ).

Fuente: El País