En las primeras filas, significados ejecutivos del Ibex y de la gran empresa. Galán (Iberdrola), Álvarez Pallete (Telefónica), Florentino Pérez (ACS), Abril-Martorell (Indra), Gortázar (Caixabank), Gallego (Iberia), Lucena (AENA), Rosell (CEOE) y muchos otros. Casa de América en Madrid. Sobre el atril, el presidente Pedro Sánchez haciendo balance de sus cien días en La Moncloa rodeado por casi todos sus ministros y más de un centenar de invitados de la «sociedad civil». Entre ellos había gente de la cultura y del periodismo, pero destacaban los directivos de las mayores empresas del país, algunos de los cuales empiezan a expresar, la mayoría en voz baja, cierta inquietud por las señales de inestabilidad. La inestabilidad política que se deriva de un Gobierno en minoría y que ha atravesado su semana de mayor desgaste; la inestabilidad económica que pueden traer los confusos anuncios sobre fiscalidad y gasto público en un momento de desaceleración del crecimiento.

¿Dijo Sánchez lo que querían escuchar los directivos? No, pero tampoco se llevaron ningún disgusto, como confesaba con tanta ironía como alivio algún empresario en los corrillos. Sánchez hacía el discurso para las cámaras, no solo para ellos. El anuncio de una reforma exprés de la Constitución para acabar con los aforamientos no provocaba frío ni calor en el sector de la bancada ocupado por los dirigentes de las multinacionales españolas. Los objetivos de ese proyecto de justicia social, regeneración y convivencia que se quiere proyectar hasta 2030 no suenan mal, pero no era lo que les gustaría oír a los directivos, más preocupados por las próximas sesiones de la Bolsa y por las cuentas del cuarto trimestre del año. Muy dependientes esas cuentas, en muchos casos, de decisiones del Ejecutivo.

Sánchez quitó hierro a la desaceleración: destacó que el crecimiento sigue entre los mejores de la UE y el paro va a seguir bajando hasta el 15%. Dijo que no haría catastrofismo sobre la herencia recibida. Y tranquilizó sobre la senda de estabilidad: aseguró que España saldrá del procedimiento europeo de déficit excesivo con los Presupuestos de 2019. Tiene valor ese compromiso con el rigor, pero lo cierto es que hay dudas sobre si esas cuentas van a ver la luz: aunque Sánchez e Iglesias han acercado sus posturas, la última palabra la tendrán las fuerzas nacionalistas. Y desde el PDECat se insiste en condicionar sus votos a concesiones nada asumibles (el referéndum, presos a la calle), de ERC hay pocas pistas y el PNV parece atento a frenar aventuras en materia fiscal, aunque en su caso siempre caben contrapartidas destinadas al consumo interno en Euskadi a cambio de esos votos que fueron determinantes hace cien días.

El mensaje de Sánchez (en la entrevista de la víspera en La Sexta) de que no descarta elecciones anticipadas, ni siquiera antes de fin de año, es un aviso a sus socios potenciales, para que se mojen si siguen, como se cree, poco interesados en que los españoles vayan a las urnas cuando el desenlace es tan imprevisible. No hubo mención esta vez, por cierto, al conflicto con Cataluña, aunque eso preocupa menos ya a las compañías, muchas de las cuales apoyan el deshielo iniciado por Sánchez (y peor correspondido al otro lado) pero saben que estamos a años luz algo parecido a la normalidad.

El presidente tuvo algunos mensajes a los empresarios. Les pidió que se impliquen en la apuesta por la educación y la ciencia, uno de los temas que sí les preocupan, y más en concreto con la reforma de la formación profesional. Se refirió a la rectificación de la reforma laboral solo en un punto: el abuso de las subcontrataciones. Y se extendió en la idea de que no estamos abocados a un modelo laboral precario: dijo que la economía digital tiene que ser compatible con la dignidad en el empleo, la productividad con la conciliación entre vida laboral y familiar, el crecimiento económico con el cuidado del medio ambiente. En un mensaje que parecía dirigido especialmente a las compañías de internet y plataformas de servicios, les reprochó la ingeniería fiscal, la desprotección de la creación cultural, la inseguridad de los riders, su impacto en la burbuja de los alquileres.

En junio, los empresarios habían recibido sin recelo al nuevo Gobierno. Sus primeros nombramientos (con personalidades de peso como Josep Borrell o Nadia Calviño, ninguna silla para Podemos) parecían alejar el temor a políticas heterodoxas. En los últimos días, el desgaste por las ruidosas polémicas sobre másteres y tesis se observa sin demasiada preocupación (sí la hay por el desprestigio de la universidad), aunque se preferiría un terreno de juego menos enfangado en el que fueran posibles los pactos de Estado, hoy muy lejanos.

Pero hay más desconcierto por los anuncios y rectificaciones que se han sucedido en el terreno fiscal. Se anunciaba primero un impuesto a la banca, contra el que advirtieron los ejecutivos del sector en su desfile por una comisión del Congreso, y que ahora se ha caído de la agenda. Luego se habló de una tasa a las transacciones financieras, la Tasa Tobin, que tiene sentido para frenar la especulación pero es técnicamente compleja: en Europa ese debate lleva años encallado. Ahora se espera una tasa a las grandes empresas tecnológicas, algo en lo que ya trabajó el ministro Román Escolano con Rajoy, y no se conoce ningún detalle. Sánchez sugirió que eso se hará «junto a nuestros socios» de la UE. Y sí, también está ese asunto en la agenda europea, pero allí le acecha la amenaza del veto de los países como Irlanda, que se llevan la mayor parte del pastel tecnológico aprovechando su benigna fiscalidad.

Así que queda, como medida de aplicación más inmediata, subir el IRPF a los contribuyentes de mayores rentas (pocas decenas de miles), como exige Podemos, a pesar de que Sánchez dice ser consciente que los verdaderos ricos no pagan ese impuesto. Esa medida en sí sola nunca aportaría recursos para todo el aumento del gasto que se está anunciando. La otra que se ha barajado es fijar un mínimo del 15% efectivo para el Impuesto de Sociedades; sobre eso faltan detalles que interesan mucho a las empresas (como si van a gravarse los dividendos de filiales extranjeras, lo que no parece viable).

Los empresarios no suelen querer significarse en política. Alguno ya levanta la voz. Francisco González, el presidente de BBVA, no estaba presente en el acto en Madrid (representaba a la entidad el consejero ejecutivo, José Manuel González-Páramo), pero todo el mundo se fijó en su contundente mensaje (en Abc) desde  Singapur: «En una etapa de desaceleración creciente hace falta una política económica bien planteada, y esa política económica normalmente no debería pasar por una expansión del gasto público ni por una subida de impuestos». Algo parecido opinan algunos de sus colegas del Ibex.

Cada sector tiene su motivo de inquietud. Si la banca es beligerante contra el impuesto que pueda imponerse a su negocio, el automóvil acusa ya los efectos (en forma de coches que no se venden) de los mensajes sobre la fiscalidad del diésel, y las eléctricas esperan con ansiedad el paquete de medidas sobre el precio de la luz que llevará Teresa Ribera esta semana al Parlamento, y de posteriores normas sobre la lucha contra el cambio climático. El ritmo de abandono del carbón, por ejemplo, preocupa incluso a las empresas energéticas más dispuestas a dar ese paso.

Por lo general, no se culpa al Gobierno del cierto frenazo en la actividad económica: estaba ya en las previsiones del equipo de Rajoy, y responde sobre todo al entorno exterior (el petróleo, menor demanda en la UE, recuperación de otros destinos turísticos, retirada gradual de estímulos del BCE…). El temor es que la desaceleración se acelere, perdonarán la paradoja, y al Gobierno le coja con el pie cambiado, metido en políticas expansivas de gastos e ingresos. No es el escenario central, pero hace diez años aprendimos que las cosas pueden empeorar abruptamente. Claro que cabe la posibilidad de que las políticas expansivas no lo sean tanto, que la fragilidad de los apoyos parlamentarios impida ir muy lejos; también cabe un bloqueo que lleve a elecciones mas pronto o más tarde con los Presupuestos de 2018 (los últimos de Montoro) prorrogados y ningún cambio fiscal importante.

Sánchez apeló al espíritu de la Transición para lograr los acuerdos precisos en el Parlamento y sacar adelante sus objetivos. Quiso transmitir certidumbres, la primera la de que tiene un proyecto a largo plazo y no está improvisando. «Las empresas conocen en valor de la confianza», fue de sus pocos guiños directos a los ejecutivos. Quería tranquilizar a las empresas, pero seguramente sea consciente que al mundo del dinero solo les tranquilizará lo que lean, o lo que no lleguen a leer, en el BOE.

Fuente: Cinco Días