El éxito, sobremanera el triunfo rápido, está sobrevalorado. Como muchas otras cosas en esta sociedad acelerada, la fama se ha vuelto fugaz, está masificada y, además, no es garantía de aprendizaje.
Ya lo advertía Andy Warhol en 1966: «En el futuro todos serán famosos mundialmente durante 15 minutos». Ese futuro ha llegado tan rápido que esos 15 minutos de gloria se han convertido, más bien, en 15 segundos, gracias a la capacidad de propagación que posibilitan las redes sociales. Todo el mundo reivindica su instante de gloria.
La búsqueda de la fama se ha casado con las prisas. Hemos perdido la virtud de la paciencia. No queremos esperar, ni leer textos largos, ni intentar entender realidades complejas. Navegamos a toda velocidad por un mundo extremadamente superficial en el que las emociones tienen con frecuencia más impacto que las razones y los hechos.
La querencia por la fama rápida se ha trasladado a muchas escuelas de negocios, donde a los emprendedores se les enseña el camino de entrada al negocio y también el de salida, que no es otra que una buena venta. Hemos clamado contra la cultura del pelotazo y ahora resulta que no hay mayor éxito que un aluvión de dinero. Los medios, a su vez, con frecuencia retratan a los emprendedores de fortuna como jóvenes que han logrado mucho en poco tiempo, es decir, han creado mucho valor financiero para sí mismos.
Lejos parecen haber quedado aquellos tiempos en los que los empresarios presumían de crear empleo y crecer a base de mérito y esfuerzo. Y procuraban no salir en los periódicos, porque presumir de poderío económico no estaba bien visto. Bien es cierto que ahora la digitalización de la sociedad exige a las empresas y a sus directivos políticas de comunicación activas, pero se puede estar presente y dialogar con los grupos de interés desde la humildad, la autenticidad y la sencillez, valores en alza ante tanta vanagloria, personajes hueros y postureo.
Nadie quiere hablar del fracaso. Y, sin embargo, todo el mundo admite que se aprende más del revés que de la fortuna. La escuela, desde la primaria hasta la de posgrado, debería incluir en su temario el fracaso, el fallo y la equivocación como motores del éxito, el acierto y la rectificación.
En especial las escuelas de negocios tenemos que enseñar a procesar el fracaso y a que los alumnos encuentren los límites a sus capacidades, precisamente para aumentarlas en vez de superarlas, con el riesgo que ello conlleva. Es perjudicial el mensaje de que todo el mundo puede hacer todo, que en la realidad no hay límites a la imaginación y que puedes lograr todo lo que te propongas por imposible que parezca. Tal mensaje tiene un componente de motivación, pero puede ser muy frustrante cuando los deseos adelantan a las capacidades y la realidad te arrolla.
Vivimos en un mundo complejo y plagado de desafíos. Muchas de las soluciones requieren previamente el reconocimiento de los errores cometidos. No buscas caminos nuevos si crees que estás en el correcto. La creatividad y la innovación surgen más allá de la zona de confort, fruto de la curiosidad, la búsqueda de nuevas perspectivas y el deseo de aportar ideas novedosas. Todas estas pulsiones encuentran muchas más enseñanzas en el fallo que en el éxito. Obviamente, hablar y aprovechar el fracaso requiere la humildad de reconocerlo, una actitud que está en las antípodas de esa fama de consumo rápido que se impulsa a golpe de «me gusta».
No es fácil que una escuela de negocios intente atraer a alumnos prometiéndoles que les enseñará a aprender del fracaso. El mensaje podría resultar contraproducente en el seno de una sociedad que ha entronizado al éxito fácil. Enseñemos entonces para la resiliencia, que es la capacidad para superar las dificultades y aprender de ellas, y concibamos el fracaso como una fase provechosa en el aprendizaje de la vida.
Eduardo Gómez Martín es director de ESIC Marketing and Business School.
Fuente: El País