El pasado jueves, el Tribunal Supremo publicó una sentencia (accede aquí al texto) en la que considera cualquier contacto corporal de tipo sexual no consentido como un delito de abuso (con penas de prisión de uno a tres años) y no uno de coacciones leves (penado desde seis meses de cárcel hasta tres años). Para que sea considerado así, matiza el tribunal, es necesario que el “tocamiento impúdico” tenga un propósito sexual, “aun cuando el hecho hubiera sido momentáneo”.

Este fallo aviva el debate sobre la importancia de instaurar una perspectiva de género en la justicia, que tuvo su culmen a raíz de la mediática sentencia conocida como “La Manada”. Este punto de vista consiste en juzgar dejando al margen los estereotipos y prejuicios y analizar el contexto en el que se producen los hechos, y de esta forma poder interpretar la legislación de una manera correcta.

A lo largo de este año, el Supremo ha introducido la perspectiva de género en sus dictámenes, intentando poco a poco ponerse a la altura de una sociedad cada vez más feminista, concienciada en la igualdad entre hombres y mujeres.

La primera vez que lo hizo fue el pasado 29 de mayo, en una sentencia (accede aquí al texto) por la que incrementó la pena de un hombre que, tras años de maltratos, intentó asesinar a su mujer. Teniendo en cuenta la perspectiva de género, los magistrados entendieron que el delito no podía ser calificado como homicidio intentado, sino asesinato en grado de tentativa. La diferencia entre ambos reside en la existencia de alevosía, esto es, la predisposición a cometer el crimen.

El tribunal determinó que el maltrato prolongado en el tiempo tiene “características de especial crueldad” ya que se crea un «escenario del miedo» en el propio hogar de la víctima. Aunque se produzcan confrontaciones “aisladas” (empujones, forcejeos, agarrones…), la repetición continua de esos hechos provoca un “doble daño en la víctima”. Por ello, el Supremo consideró que la defensa de la víctima era “inviable”.

Además, la Sala destaca que el retraso en denunciar el maltrato “no supone merma en la credibilidad de las víctimas”. Entiende que éstas lo silencian por miedo, temor a una agresión mayor, o a que las maten.

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Víctimas y testigos

El pasado 13 de junio, el Supremo volvió a introducir la mencionada perspectiva al determinar que las víctimas de violencia de género deben ser tratadas como testigos cualificados de las agresiones (accede aquí al texto de la sentencia). Asegura que tratar a este tipo de víctimas como testigos en el proceso penal “desnaturaliza su verdadera posición”, ya que la maltratada presencia los hechos pero también es “sujeto pasivo del delito”, es decir, lo sufre. Por ello, “su categorización probatoria” debe estar por encima que la de un testigo que simplemente asiste de forma externa el hecho.

Los magistrados insistieron en darle más relevancia al testimonio de la víctima en calidad de prueba. Esto no significa, matizan, que la credibilidad de las víctimas sea distinta del resto de los testigos. No obstante, el tribunal prestará más atención a la narración de los hechos vividos en primera persona.

Interiorizar estereotipos

En abril de este año, el Supremo dictaminó que el agravante de que un menor presencie una agresión (en un delito de violencia de género) no se limita a su presencia física, sino que incluye otras “formas sensoriales de percepción” como el oído (accede aquí al texto de la sentencia).

Lo interesante en este caso es el razonamiento del Supremo sobre las repercusiones negativas que tiene para los hijos presenciar, aunque no sea físicamente, episodios de violencia «del padre hacia la madre». Estas situaciones, añade el tribunal, «afectan muy negativamente al desarrollo de la personalidad del menor, pues aprende e interioriza los estereotipos de género, las desigualdades entre hombres y mujeres, así como la legitimidad del uso de la violencia como medio de resolver conflictos familiares e interpersonales fuera del ámbito de la familia»

Fuente: El País