Habrá una próxima crisis. El sistema necesita siempre de purgas recurrentes que ayuden a limpiar los excesos, aunque no siempre a purificar de forma completa. El mercado no es capaz por si solo de mantener un control ordenado, limitando esos excesos y desequilibrios susceptibles de propiciar precipitaciones financieras que, dependiendo de las circunstancias, acaben en una recesión en toda regla. Como ocurrió a partir del verano de 2007.

Asumiendo esa suerte de fatalismo, advertido y bien racionalizado hace años por Hyman Minsky y comentados en estas páginas (“A las finanzas no se las puede dejar solas” y “Momentos Minsky”), la cuestión hoy, diez años después de la quiebra de Lehman Brothers pero 11 desde el primer brote de contagio a la eurozona y a España, es saber hasta qué punto la vulnerabilidad es inferior a la de entonces y si la capacidad de reacción de las autoridades incorpora las lecciones en el tratamiento de la crisis anterior.

Adelanto mis conclusiones: peor no estamos, ni mucho menos, pero existen factores de riesgo que están llevando a los inversores con mayor aversión (y no solo a ellos) a buscar refugios. En primer lugar, el mundo tiene ahora más deuda. Desde finales de 2007, los gobiernos, las empresas y las familias han aumentado sus pasivos en 72 billones de dólares, según datos recopilados por McKinsey. Han sido las empresas no financieras y los gobiernos los que en mayor medida han contribuido a ese aumento del endeudamiento. Dentro de las primeras, las localizadas en economías emergentes son las que han registrado aumentos más pronunciados. La deuda pública de esas economías sigue siendo relativamente reducida (del 46% del PIB) cuando comparamos con el 105% de las avanzadas.

Siendo China la responsable de más de una tercera parte del incremento en la deuda global desde 2007, inquieta el parentesco con la pasada crisis al observar que una parte mayoritaria del endeudamiento chino es empresarial (163% del PIB, de los más elevados del mundo) y a su vez está estrechamente vinculado al sector de la construcción, que durante los últimos años ha experimentado una expansión similar a la española en la década previa a la crisis.

Sin salir de esa categoría cada día menos representativa de “emergentes”, es necesario destacar un factor de riesgo cuya trascendencia ya la hemos observado este verano en la inestabilidad turca: la dolarización de buena parte de esa deuda, cuyo servicio no ha dejado de encarecerse desde que la Reserva Federal inició las subidas de tipos de interés, con las consecuentes apreciaciones del tipo de cambio del dólar. El Instituto para las Finanzas Internacionales (IIF, en sus siglas en inglés) destaca que la deuda denominada en dólares en 21 economías emergentes ha subido hasta los 6,5 billones desde los 2,8 en 2008. Turquía es un exponente: su deuda empresarial se ha doblado en los últimos diez años, con una amplia mayoría denominada en la moneda estadounidense. Los casos de África del Sur, Indonesia, Rusia o México no andan muy lejos.

En ese panorama de elevado apalancamiento, la economía española se ha contenido. Desde luego las familias y empresas, que han reducido la elevada deuda privada con la que abordaron la crisis. Es destacable que las familias hayan reducido en más de 20 puntos porcentuales del PIB su deuda desde los máximos de 2009 coincidiendo con una contracción de rentas salariales durante la crisis. La revitalización reciente del mercado de la vivienda en nuestro país coexiste con menos endeudamiento hipotecario, con mayores aportaciones de recursos propios de los inversores, familias incluidas. La evolución de la deuda pública ha sido bien distinta, pagando las consecuencias de la gran recesión hasta situarse hoy en el 100% de su PIB, desde el 35% de diciembre de 2007.

El otro factor que diferencia favorablemente la situación actual de la vigente en 2007 es el mayor saneamiento y capitalización de los bancos comerciales: los de la eurozona y, desde luego, los españoles. A una mayor base de capital han añadido en estos años la satisfacción de nuevas exigencias de liquidez que reducen de forma significativa los riesgos existentes en 2007. La existencia de la Unión Bancaria (aunque todavía coja) también ha reducido la percepción del riesgo en este sector. En esa menor exposición también ha jugado un papel importante la diversificación en la captación de la financiación empresarial: el desplazamiento hacia las emisiones de bonos desde los créditos bancarios. La concentración sectorial de la inversión también es mucho menor, dado el descenso del protagonismo de la construcción residencial. Por último, el grado de dependencia de la financiación exterior se ha reducido, como también lo ha hecho el grado de interdependencia de los sistemas financieros, condicionado por la relativa involución que ha tenido lugar en estos años en la práctica totalidad de las modalidades de flujos internacionales de capital. España, en concreto, ha saneado sus cuentas exteriores y con ello ha reducido de forma significativa la dependencia del ahorro externo, aun cuando todavía siga siendo importante el stock de deuda externa.

La experiencia de los supervisores también debería constituir otra de las grandes diferencias que facilitaran esa mayor tranquilidad. La regulación se ha tratado de adaptar, aunque en algunos sistemas financieros (como el estadounidense) se desmonten parte de aquellas reglas nacidas de la experiencia. Pero aquí entramos en el territorio de los intangibles dañados por la crisis y su gestión y apenas reparados. El más importante es la confianza en las instituciones, indudablemente menor que hace diez años. El grado de desafección respecto del propio sistema económico, y, desde luego, de los sistemas financieros, sigue siendo elevado. Por eso sería fatal que, ante un eventual percance financiero, aunque no fuera de la gravedad del que llego a la eurozona en 2007, se reaccionara tan tardíamente como entonces y con una distribución final de costes tan desproporcionada.

En Twitter, @ontiverosemilio.

Fuente: El País