En 1999 la entonces madrileña Cosmewax, propietaria de la marca Maria Yvonne, estaba a punto de echar el cierre. Diecinueve años después, la empresa, ubicada hoy en Jerez de la Frontera (Cádiz), figura entre los primeros fabricantes de depilatorios y cremas faciales de marca blanca para las grandes cadenas de distribución de la UE. En sus dos plantas, una en Jerez y otra en Massalfassar (Valencia), la empresa elabora más de mil referencias de unos productos que sirve cada a día a centenares de supermercados y tiendas de cadenas como Boots, E. Leclerc, Carrefour, Droguerie Markt, Tesco, Dia, Auchan o Mercadona.

La empresa, que opera a través de cinco plataformas logísticas, exporta el 95% de lo que produce a más de 50 países, no solo a cadenas de distribución, sino también a marcas del mundo de la belleza. «Vendemos en EE UU y Canadá, a algunas marcas que nos compran producto», precisa Antonio Ruiz, consejero delegado de Cosmewax, empresa en la que trabaja desde 1993.

Fundada en los sesenta para fabricar ceras depilatorias en un pequeño taller próximo al estadio Vicente Calderón, en Madrid, la empresa llegó a ser una de las líderes del mercado en ‘cera en caliente’, uno de los pocos productos de depilación disponibles «en aquella época», dice Ruiz. «Fue una etapa en la que había carencia de producto y la gente lo compraba todo». De modo que las cosas fueron más o menos bien hasta que la firma empezó a sufrir los efectos de la entrada de España en la UE, que provocó la irrupción de decenas de marcas míticas en el mercado español.

Dos dígitos y subiendo

Como si no hubiera habido crisis, la empresa Cosmewax, con 150 trabajadores, ha logrado incrementar su facturación casi un 70% en los últimos siete años desde los 10,2 millones de euros en 2010 a los 16,8 el año pasado. «Y este año esperamos cerrar con 21 millones» avanza la firma. Pero si la fabricación de las ceras depilatorias ha resultado rentable, Cosmewax apunta ahora al buen avance de las ventas en cremas faciales, una línea de negocio con la que la empresa prevé que su facturación total llegue hasta los 30 millones de euros en 2020.

Un año antes de poder celebrar las cuatro décadas de vida, en 1999, su marca Maria Yvonne estaba a punto de tornarse irrelevante y la empresa, con unas ventas de poco más de un millón de euros, de cerrar la persiana. Para salvar la situación sus propietarios tomaron entonces una decisión drástica: enterrar la marca y ponerse a fabricar sus ceras y cremas para la distribución (marca blanca), algo que tampoco era fácil ya que había decenas de rivales que lo hacían.

«La mala situación de la compañía», recuerda Ruiz, que es economista, «nos impedía seguir gestionando una marca con sus exigencias en materia de diseño, desarrollo, fabricación, marketing, distribución. Así que nos centramos en una fase concreta de la cadena de valor». La decisión se reveló acertada. Poco a poco, la empresa fue recuperando ventas y alejando el fantasma de la desaparición. A los tres años ya vendían fuera de España. «El salto de Cosmewax», resume el ejecutivo, «ha estado en nuestra apuesta temprana por la marca blanca, que habría de convertirse en dominante tras la crisis del 2008, una vez que los consumidores han empezado a valorar su dinero y a comparar precios».

Servicio de asesoría

Pero para diferenciarse de sus rivales y ganarse la confianza de las grandes cadenas, Cosmewax se convirtió en algo más que solo una empresa industrial. Más que aportar novedades en producto, que también las ha habido, la firma de Jerez es también una empresa de servicios, una especie de consultora que proporciona a sus clientes la posibilidad de ‘desentenderse’ de sus propias marcas de depilatorios o cremas faciales. «Los clientes», precisa el ejecutivo, «no solo piden ‘expertise’ sino garantías de que cumple con todos los requisitos regulatorios y que si hay un problema, estamos en condiciones de presentar los dossiers de seguridad en 48 horas». Para poder cumplir con este tipo de exigencias la empresa cuenta con un equipo especializado, compuesto entre otros por una experta en toxicología de la UE. La empresa se encarga también del desarrollo de bienes a medida para el cliente, de estar al tanto de los cambios que el producto necesite para no quedarse obsoleto, de asesorarle sobre la composición de su línea, las tendencias del mercado y hasta del envasado.

La prueba de que el modelo ha funcionado es que la empresa ha ido sumando nuevos clientes: el último, Mercadona, en 2016. Lo que no es fácil. Los contratos con las firmas de distribución no son fáciles de obtener. Son auténticos concursos, con varios candidatos en liza; con plazos de candidatura y vigencia del contrato cada vez más cortos, lo que eleva la presión sobre el suministrador. «Son peores que una oposición y, además, cada vez los tenemos que pasar con más frecuencia», dice Ruiz. Antes de decidirse, la empresa-cliente lleva a cabo tests ‘ciegos’ entre consumidores y evalúa la situación financiera, productiva, tecnológica y financiera del candidato.

Ruiz explica que en muchos casos su compañía tiene que desarrollar todo un proyecto de suministro en apenas seis meses. «En ese período», concreta, «hay que definir los productos, ajustar las fórmulas, testar su estabilidad, diseñar el packaging y la estrategia de marketing, entre otras cosas». Pero fue la buena aceptación de su trabajo en los depilatorios lo que llevó a los propietarios de Cosmewax a comprar en 2015 la planta de cremas faciales de Massalfassar, en Valencia, que pertenecía a Corporación Dermoestética.

No fue una decisión fácil, ya que suponía, además de la inversión, la entrada en un territorio nuevo para la firma: los productos de cuidado para la piel, en los que no tenía experiencia. Los resultados, sin embargo, son alentadores, según la empresa. La nueva división (limpieza facial, cabello, exfoliantes, geles, aceites, productos para bebés…) está creciendo incluso a mayor velocidad que los productos para el depilado. Le han bastado tres años para copar ya el 20% de las ventas de la firma. «Y nuestra idea es que llegue al 50% en dos años», apunta Ruiz.

Fuente: El País