Tal día como hoy, echábamos el telón al verano del 2008. Éramos felices y digeríamos la primera Eurocopa de futbol de la selección española, consolidando nuestra edad de oro deportiva mundial. Confundidos probablemente por ese opio del pueblo, no acertamos a ver las nubes negras de la crisis financiera que se avecinaba desde Estados Unidos. El colapso de Lehman Brothers se tradujo en pánico financiero y heló las economías del mundo más avanzado, sumergiéndonos en un invierno económico frío y duro. Tan duro fue que, a día de hoy, tras una década de recuperación, percibimos vivir más en un cobarde otoño que de vuelta en aquel caluroso verano económico, que ya no confiamos en recuperar nunca.

El paso del tiempo nos ha dejado muchas enseñanzas de los errores que nos abocaron a aquella crisis, como el necesario control de la innovación financiera, detonante de la crisis, ahora más contenida por nuevas regulaciones y controles; lo finito de la deuda pública, antes percibida como infinita, que al aumentar más de un 30% en las principales economías mundiales se mostró como una fantástica bola de nieve creciente; el necesario equilibrio presupuestario que debe frenar la velocidad de la creciente bola de nieve de deuda pública, y el reconocimiento de un endeudamiento privado excesivo, irresponsable y ventajista que, aún hoy, nos sigue avergonzando. Valga como ejemplo aquella costumbre de conseguir un crédito hipotecario por encima de lo adeudado con el insano objetivo de comprarse un vehículo de alta gama que no podíamos permitirnos. Han pasado diez años y aún nos provoca sonrojo.

Pero ni hemos aprendido todo lo necesario ni hemos pagado aún todas las facturas pendientes de aquella crisis generalizada, que siguió a la financiera. Hay cicatrices en nuestro día a día que nos siguen recordando los excesos de aquellos años.

Los salarios no se han recuperado y hemos aceptado vivir en una economía más austera en la que pasamos de presumir de los flamantes asientos de cuero de nuestro todoterreno a confesar, con falsa humildad, que volamos en compañías low cost. La crisis nos hizo abandonar determinados excesos, una práctica sana que incrementó nuestra capacidad de ahorro y, por tanto, de inversión, pero también nos abocó a otras renuncias no tan voluntarias, que han evidenciado una pérdida de bienestar y, sobre todo, una merma en la capacidad de compra de nuestros sueldos.

El desempleo sigue golpeando nuestras conciencias diez años después. Ni se ha recuperado a nivel europeo ni a nivel nacional, superando el 15%. No solo seguimos mostrando cifras excesivas en la tasa de desempleados, sino que el nuevo empleo generado en la última década es un empleo de menor valor, peor pagado, más inseguro y con menores visos de durabilidad. Nos hemos visto obligados a decidir entre dos escenarios: que trabajen solo unos pocos para mantener los sueldos de antes con un paro insostenible o que trabajen de nuevo casi todos, pero bajándonos los salarios y empobreciendo las condiciones laborales. Hemos elegido esta última opción, aunque nos tapemos los ojos para no verlo. Además, con esta recolocación del mercado laboral, percibimos un incremento de la injusticia de la concentración salarial. Los que ganaban más antes de la crisis obtienen ahora sueldos aún mayores, mientras que un porcentaje significativo de trabajadores ganan menos tras la crisis.

Los servicios públicos se han degradado. En estos días se restaura la universalidad sanitaria, pero ni ocupa portadas ni nos acaba de convencer a todos. Las calles de muchas ciudades y pueblos están más sucias y las carreteras peor cuidadas que hace diez años. Las universidades públicas no pasan por su mejor momento, ni presupuestariamente, ni en recursos para la investigación, ni en visibilidad dentro de la sociedad. Y hemos visto cómo se cerraban aeropuertos, ambulatorios y dependencias de servicios públicos bajo la justificación de los necesarios recortes.

Pero esas cicatrices, que tiran de la piel de la sociedad cuando trata de estirarse, no han logrado quitarnos nuestras ganas de progresar. Incansablemente buscamos nuevas reformas y evaluamos las que aparentemente se han producido, como la bancaria o la de la construcción. Apelamos a la crisis y a los excesos, esgrimiéndolos como espada, cuando alguien nos propone un proyecto faraónico frenando el irrefrenable ímpetu del consumismo que aporrea de nuevo la puerta de nuestra economía. Nos hemos reconvertido en pequeños economistas amateurs que conocen nuevos términos que señalizan alarmas, como la prima de riesgo, que controlan los principales índices bursátiles, como el boxeador que ve venir el golpe y se prepara para el impacto, y consideramos más y mejor determinados gastos, mostrando sin pudor que somos austeros. Hemos alumbrado una nueva tendencia outlet y low cost, que sobrevuela nuestra cotidianidad. Buscamos ahorros, revisamos las cuentas, prescindimos de lujos innecesarios y medimos el gasto en todas o casi todas las partidas de nuestro consumo. Somos más responsables, más conscientes de la necesidad de ahorrar y aplicamos un concepto como el de la sostenibilidad, que en 2008 nos sonaba extraño y ahora lo impregna todo.

Diez años después, la crisis nos ha dejado mella, nos ha restado comodidades que recuperamos lentamente o que nunca volverán, nos ha endurecido como sociedad, pero nos ha convertido en consumidores más racionales, más cuidadosos y ha desarrollado en nosotros una nueva capacidad de resistencia a las dificultades, probablemente olvidada desde mitad del siglo XX. Ojalá hayamos aprendido la lección y no volvamos a tropezar de nuevo en la misma piedra.

Fernando Tomé Bermejo es decano de la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nebrija

Fuente: El País