El debate sobre las posibilidades de reforma del sistema tributario ha prestado poca atención a los impuestos sobre el capital. Su diseño óptimo es una de las cuestiones más discutidas en el ámbito de la economía pública. La mayoría de los análisis llegan a una conclusión que no por ser consensuada deja de ser polémica: el mejor impuesto sería aquel que no grava el capital. El argumento que justifica tal aserto es que la imposición sobre el capital origina importantes distorsiones en las decisiones de ahorro y consumo y dificulta el crecimiento de la inversión privada. La menor imposición, según esta perspectiva, debería afectar no sólo al conjunto de la riqueza y los rendimientos que genera sino también a las ganancias de capital, que tendrían que estar gravadas a tipos inferiores a los de las rentas del trabajo.

La creciente concentración del capital es, sin embargo, uno de los factores más determinantes de la desigualdad en las sociedades actuales. En casi todos los países ricos ha aumentado la contribución de las rentas del capital a la desigualdad, como consecuencia de su acumulación creciente entre los hogares de mayor renta. La OCDE resalta en sus informes que en dos terceras partes de los países que disponen de datos, la desigualdad de estas rentas aumentó más que la de los salarios. Algunos trabajos recientes muestran que la desigualdad en la renta disponible aumenta cuanto más crece el peso relativo de las rentas del capital en el total.

La señal de alarma más conocida sobre las consecuencias a largo plazo del aumento de la concentración del capital la formuló Piketty en su popular libro El capital en el siglo XXI. Piketty señala la existencia de una clara tendencia de crecimiento de la desigualdad de la riqueza en el largo plazo. La aplicación de prestaciones e impuestos redistributivos rebajó la presión sobre la desigualdad que implicaba la creciente concentración del capital. El esfuerzo redistributivo, sin embargo, fue perdiendo fuerza y hoy resulta incapaz de contener el aumento de la desigualdad, que seguirá creciendo si no se emplean instrumentos compensadores, al crecer más la tasa de rendimiento del capital que la tasa de crecimiento de la economía. La solución de Piketty para moderar el efecto desigualitario de este nuevo “capitalismo patrimonial” es el establecimiento de un sistema global de fuertes impuestos progresivos sobre la riqueza.

Deberíamos aspirar a un impuesto sobre las herencias que grave los patrimonios de forma progresiva

Las tesis de Piketty han sido fuertemente contestadas, tanto en relación con su diagnóstico como respecto a sus propuestas. Su análisis no valora adecuadamente la propiedad inmobiliaria en la composición del capital, como tampoco incorpora la importancia o el alcance del capital humano; pero la cuestión más polémica, en cualquier caso, es la recomendación de gravar fuertemente la acumulación de riqueza. El gran interrogante es si hay márgenes para hacerlo y si una mayor imposición sobre el capital redundaría en una mejora global de la sociedad, tanto en términos de eficiencia como de equidad.

Una mayor imposición sobre el capital, especialmente el hereditario, no resulta descabellada. Es conocido que en países como Estados Unidos son precisamente algunos de los ciudadanos más ricos quienes la reivindican como medio necesario para favorecer la movilidad social intergeneracional. Por otra parte, la riqueza heredada es la que más desigualdad origina, quebrando, por tanto, el principio básico de igualdad de oportunidades que justifica la intervención del Estado.

¿Es posible aspirar a una imposición sobre la riqueza más justa y equilibrada? ¿Cuál debería ser su alcance desde la doble perspectiva del bien común y la eficiencia que debería dar sentido a cualquier sistema tributario? Desde la defensa del principio de la capacidad de pago, la transmisión intergeneracional de capital debería ser gravada progresivamente en la misma proporción que un incremento de la renta. Y ese gravamen debería ser más progresivo cuanto mayor fuera la desigualdad de la riqueza en cualquier sociedad.

La mayor limitación para extender esta forma de tributación es el propio proceso de globalización, ante las dificultades crecientes para gravar un capital que puede ser trasladado con facilidad a territorios con tributos menores, lo que obliga a pensar en soluciones de carácter global. A pesar de las grandes dificultades, incluso en el ámbito de la UE, para incrementar la presión tributaria sobre la riqueza, el nuevo marco de intercambio de información entre las administraciones tributarias nacionales ofrece una oportunidad a los países que suprimieron o rebajaron sustancialmente este tipo de gravamen para reintroducir una mayor progresividad en su sistema tributario.

En todo caso, deberíamos aspirar a un impuesto sobre la transmisión intergeneracional de capital que, respetando el principio de justicia en la transferencia de activos a los descendientes directos, recaiga en mayor medida sobre los mayores patrimonios, que suelen ser los que tienen mayores capacidades para la planificación fiscal y la elusión del tributo.

Junto a este impuesto excepcional, ya que la transmisión de riqueza entre generaciones no siempre es regular y se produce muy ocasionalmente en el ciclo vital de las personas, parece necesario el mantenimiento de un impuesto regular sobre el capital, pese a las objeciones teóricas que tradicionalmente ha recibido y a las conocidas deficiencias del impuesto sobre el patrimonio, que han llevado a su eliminación en varios países. El hecho de que estos impuestos recauden poco, sean difíciles de gestionar y penalicen ciertas formas de riqueza, no puede llevar a su descarte completo como pieza clave en un sistema fiscal justo. En su caso, deberán ser adecuadamente reformados o habrá que buscar otras posibilidades dentro del marco tributario, como una mayor integración dentro de la imposición sobre la renta personal, tal como se hace en algunos países, para que resulten efectivos.

Luis Ayala es catedrático de Economía en la Universidad Rey Juan Carlos.

Fuente: El País