Se cumplen en estos días 10 años del tremendo crack de Lehman Brothers, que conmocionó al mundo, España incluida. Como ocurrió un año antes con las hipotecas basura, estas crisis se produjeron en un contexto de exceso de liquidez —que siempre emborracha al banquero— y de la doctrina de la autorregulación, que llevó a la tolerancia generalizada. Pero el desencadenante fue la mala gestión de numerosos banqueros, no desvelada ni corregida por supervisores, auditores y agencias de rating.
Este aniversario coincide con el nombramiento de un nuevo tándem para regir el Banco de España en los próximos seis años. Con tal motivo, he creído oportuno desgranar algunas reflexiones, centradas en la supervisión de la banca comercial, reflexiones compatibles con el reconocimiento de la competencia de los nuevos mandos. Pretendo simplemente ser útil al supervisor, cuyo cometido es muy difícil, pero de gran responsabilidad pública. Buena parte de las funciones supervisoras del Banco de España fueron absorbidas por el BCE en 2014, pero aún nos queda una gran tarea. Además, recordemos que la responsabilidad y el coste de eventuales rescates siguen recayendo en nuestras cuentas públicas, un grave defecto estructural de la Unión Bancaria. En todo caso, estas reflexiones van destinadas también al BCE, que muestra serios errores de enfoque e incluso de ejecución.
Recordemos que, en cualquier institución, es aconsejable que los nuevos mandos emprendan un camino propio en los primeros 100 días del nuevo mandato, para así marcar su futura trayectoria. Y, en el Banco de España puede ser muy relevante asegurar una estrecha colaboración entre lo macro y lo micro, viendo incluso cómo el Gobernador participa activamente en la supervisión. Al fin y al cabo, es el responsable de la institución ante el país.
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Una reflexión trascendental es no perder nunca de vista una evidencia de todos conocida: cuando una entidad tiene problemas serios los oculta. Y los peores riesgos nunca están reconocidos contablemente como morosos o problemáticos. Por tanto, salvo que se dé una evaluación in situ de los activos (no solo de los procedimientos), vía inspección de los expedientes, las cifras de morosos y provisiones, así como la validez de los modelos y de las exigencias de capital autoestablecidas, serán claramente engañosas. El capital y los resultados contables del banco con problemas serán ficticios y no desencadenarán la remoción de los malos gestores, instrumento clave de la supervisión. Si la situación de la entidad y el contexto económico no mejora rápidamente, la tolerancia del supervisor será suicida, porque el paso del tiempo agrava los problemas hasta que la creciente iliquidez hace aflorar una insolvencia ocultada durante años como si fuera repentina.
Un factor de inhibición a evitar por el supervisor es la idea de que los bancos de otros países de la Eurozona están peor que nosotros o incluso que gozan de un trato de favor por la unión bancaria europea. Puede ser cierto, pero no olvidemos que la responsabilidad y el coste último recae en cada país y el objetivo debe ser conseguir un sistema financiero robusto, que favorezca la economía y el empleo. Los mercados lo premiarán.
Otra reflexión importante: en España se ha producido con la crisis una concentración de entidades en varios bancos sistémicos. Se trata de un serio riesgo, que no debe estimularse —como está ocurriendo— sino al contrario. Porque resultan difíciles de gestionar, muy difíciles de supervisar e imposibles de cerrar, salvo con un coste desproporcionado con nuestra economía.
Un hecho irrefutable es la dinámica perversa de los activos improductivos sin provisionar. Porque no producen ingresos, pero el servicio de los pasivos que los soportan produce nuevas pérdidas y salidas de liquidez día tras día. Además, tal situación lanza el mensaje al mercado de que “todo vale”. A este respecto, traigo a colación lo ocurrido en los últimos meses en España, donde nuestros principales bancos han procedido a una masiva y simultánea liquidación del grueso de sus activos improductivos con la consiguiente desconsolidación contable, que permite una súbita reducción de las exigencias de capital y de las provisiones. Ello, después de años sin hacerlo y mediante mecanismos complejos, algunos difíciles de entender. Ello ocurre a instancias del BCE y con modelos muy parecidos entre sí. Es importante que la segregación del riesgo sea real.
También nos tropezamos con la práctica en boga de amortizar pérdidas cubriéndolas con ampliaciones de capital; incluso, a veces, de volumen inferior al agujero. Los flujos de la ampliación entran en la entidad. Pero, al ser destinados a cubrir pérdidas, el capital como tal nace muerto a efectos regulatorios.
Por otra parte, no debería atribuirse “carácter sagrado” a las normas y prácticas internacionales resultantes de la crisis. Porque resulta que no siempre refuerzan los sistemas, sino al contrario. Se elevan las exigencias de capital, pero se computan como tal conceptos onerosos y exigibles, que no constituyen patrimonio. Pensemos también en los opacos mecanismos de resolución y en su financiación. Pero, simultáneamente, se diluye la valoración de los activos y las medidas preventivas, que son sustituidos por conceptos positivos, pero de difícil control e ineficaces, como sustitutivos de la auténtica supervisión. Me refiero a la mejora de los procedimientos y de la gobernanza y al llamado “enfoque de futuro”. ¿Y el presente? Y es que las normas postcrisis parecen centrarse en cómo lograr un buen “entierro” de las entidades, en lugar de evitarlo. Además, repito, la responsabilidad permanece en cada país. Por todo ello, el supervisor nacional debe hacer sentir fuertemente su peso en los foros internacionales y promover reformas realistas y medidas preventivas, medidas que deben estar basadas más en los flujos de caja que en las apariencias contables.
Otro factor que puede inhibir al supervisor es la falsa idea de que la aplicación de medidas rigurosas “resulta imposible” en la práctica. Ello, por la presunta resistencia de los gobiernos, de los propios supervisores, de los lobbies o de entidades concretas. Pero no es así. La experiencia española muestra logros muy relevantes. La experiencia española muestra logros muy relevantes que parecían imposibles. Evoco aquí los 20 bancos de Rumasa, los seis de Catalana y el Banesto de Mario Conde. Basta con repasar las hemerotecas: la clave es la existencia o no de voluntad política en gobiernos y supervisores.
Mención aparte merecen los auditores externos, que deben trabajar para los accionistas de las entidades y no para sus gestores. Además, en ellos confían los mercados para sus decisiones. Durante la crisis, su actuación ha sido en su conjunto “manifiestamente mejorable”. Con algún caso flagrante. Sus grandes argumentos eran: “La ley no nos obliga” y “No podemos ir más allá que el supervisor”. Interesante: la prensa internacional relata no pocos casos de muy duras sanciones o procedimientos judiciales contra algunas de las grandes compañías, y no solo en países anglosajones, sino también en países emergentes como India y Ucrania. Mencionaré aquí el caso de una gran auditora, que, solo después de 35 años auditando a la misma entidad española, acaba respaldando pérdidas, muy inferiores a las reales. Es cierto que una reciente ley española trata de resolver este gran tema. Pero no lo consigue. Entre otras cosas porque subsiste un fuerte oligopolio. La supervisión de las auditoras corresponde al ICAC, pero el Banco de España y la CNMV deben estimular fuertemente esta supervisión y una definición inequívoca de la función auditora. Incluso propiciar la imposición de medidas correctivas, si procede.
Cuando no se evitan los peligros descritos, se produce una falta de transparencia en el sistema; la cual está en las antípodas de la buena gobernanza, supuesto sustitutivo de la verdadera supervisión. Porque la falta de transparencia supone una invitación para inversores y depositantes a colocar dinero bueno en dinero malo: podemos estar en el terreno del dolo.
Podría concluir con una última reflexión que inspira todas las demás. Cuando una institución ha podido cometer errores y su reputación sufre, puede adoptar dos actitudes alternativas para fortalecerse. La primera sería continuar en la misma línea del pasado y tratar de defenderla. Lo cual la llevaría a un creciente deterioro. La buena opción sería adoptar valientemente una política revisionista de refresco. Así es como se reforzaría la auctoritas de la institución ante los supervisados y los mercados y se recuperaría su reputación.
Aristóbulo de Juan fue director del Banco de España.
Fuente: El País