Para Mijaíl Fridman, hacer negocios puede asimilarse a luchar. Hace unos años, en una de sus conferencias tituladas ‘Cómo me convertí en un oligarca’, apuntó sin tapujos que, de todos los tipos de actividad humana, “el espíritu empresarial es, en cierto sentido, el más cercano a la guerra”. Con esa premisa y su legendario apetito por los litigios, el magnate ruso parece haberse lanzado a engullir Dia con una opa de bajo coste que le permitirá manejar la compañía minorista y arrebatarle el control a la actual cúpula. Su idea, ha dicho, es salvar una empresa que considera extremadamente mal administrada. Afirma que quiere poner en marcha en los conocidos supermercados algunas de las recetas que ya ha aplicado en la minorista de alimentos rusa X5.

Alto, robusto y con un rostro redondo y algo infantil, Fridman (54 años) no parece un tiburón. Pero lo es. Y ese instinto implacable es lo que le ha llevado no solo a ser el octavo hombre más rico de Rusia (con unos 15.100 millones de dólares), según la revista Forbes, sino a mantener su considerable fortuna en la montaña rusa del reinado de Vladimir Putin. De los grandes empresarios rusos que amasaron millones de manera vertiginosa en la loca y despiadada década de los noventa, Fridman es uno de los pocos que no ha caído. Otros, como Mijaíl Jodorkovski o Boris Berezovsky, se han exiliado o se han muerto.

Pero el magnate, como un junco, ha sabido vadear las crisis y crecer. Hoy, pese a las indicaciones de Putin a los millonarios rusos para que vuelvan a contribuir a un país acosado por las sanciones occidentales, pasa solo el 30% del tiempo en Rusia. El resto se le puede ver en Londres. O de vacaciones en su amada Toscana. Alguna vez, en distintas entrevistas, Fridman ha dicho que uno de sus secretos para mantenerse en pie es que ha evitado la política. Siempre se queda en segunda línea, lo suficientemente cerca para influir pero no tanto como para quemarse o convertirse en un “enemigo del Estado”. Al menos por ahora. Y siempre alerta.

Se caracteriza, además, por su alergia a comentar asuntos políticos y diplomáticos. Como la anexión rusa de Crimea en 2014, que desató una cascada de sanciones de la Unión Europea y de Estados Unidos contra Rusia. O el envenenamiento del ex espía ruso Sergéi Skripal en suelo británico. Hablar de ello, ha dicho en más de una ocasión, es “poco prudente” para él, que tiene intereses en los países involucrados. De momento se ha salvado también de sanciones directas de EE UU. Pese a haber estado bajo investigación por la supuesta participación de Alfa en el Russiagate que, según los investigadores, pudo ayudar a Donald Trump a ganar la Casa Blanca en 2016. Acusaciones que Fridman ha desmentido tajantemente.

Sus carteras son diversas. Y ese es otro uno de los secretos de su éxito. Fridman es el mayor accionista de la compañía de inversiones Alfa Group, que posee participaciones en Alfa Bank, el sexto banco más grande de Rusia. También tiene una buena parte de X5, un minorista de alimentos del país euroasiático. A través de LetterOne, con sede en Luxemburgo y con la que se hizo con las acciones de DIA, posee participaciones en el productor alemán de petróleo y gas DEA; y en el operador internacional de teléfonos móviles Veon. También tiene acciones en Uber.

De familia judía de ingenieros, Mijaíl Fridman nació en Lviv, Ucrania. Llegó a Moscú para estudiar en la década de los ochenta del siglo pasado. Le costó aclimatarse. Más de una vez ha hablado de que en esos años de la Unión Soviética, un antisemitismo latente le mantuvo alejado de las universidades de élite en las que quería ingresar, y le terminó por conducir al Instituto de Acero y Aleaciones de Moscú. Allí conoció a sus futuros socios y descubrió su apetito –y habilidad— para los negocios. En la URSS de las colas eternas, el estraperlo y los intercambios en ‘especie’, Fridman lideró a un grupo de universitarios que aguardaban horas para comprar entradas en los espectáculos más populares y luego las intercambiaban por otros bienes. También dirigió una discoteca para estudiantes llamada Strawberry Fields y crio ratones de laboratorio.

Con la perestroika, la apertura económica puesta en marcha por Mijaíl Gorvachov, creó un negocio de lavado de ventanas con el que llegó a ganar unos mil rublos al mes; casi siete veces su salario oficial como ingeniero. En 1989, junto a dos de sus compañeros, German Khan y Alexei Kuzmichev, creó el germen de lo que hoy es el conglomerado Alfa, que tiene negocios en telecomunicaciones, banca, tiendas minoristas e hidrocarburos. Los tres ingenieros empezaron vendiendo perfumes, alfombras, ordenadores, tabaco. Y en seguida descubrieron que el dinero, el dinero de verdad, estaba en el petróleo. Así que empezaron a comprar crudo ruso barato y a venderlo en el exterior con un margen.

Ocho años después, derrumbada ya la Unión Soviética, unió sus fuerzas a las de otros dos magnates para comprar TNK, una compañía petrolera siberiana en bancarrota por la caída de los precios del crudo. Pagaron 800 millones. Sus competidores pensaron que estaban locos. Que habían tirado el dinero. Pero el precio del petróleo comenzó a subir. Y si antes eran ricos, TNK les convirtió en multimilonarios. Después llegó la fusión con BP. Y una de las batallas empresariales más épicas de la historia rusa reciente, que terminó con el director ejecutivo de la compañía petrolera BP, el estadounidense Robert Dudley, abandonando Moscú despavorido y denunciando una “campaña orquestada de hostigamiento” por parte de Fridman y sus socios.

Casado dos veces y con cuatro hijos, el oligarca ruso –que también tiene nacionalidad israelí— ha enviado a sus retoños a las mejores universidades internacionales fuera de Rusia –su hija mayor se licenció en Yale— y a internados británicos. Pero no tiene planes de colocarles en alguna de sus empresas. “No quiero crear una dinastía”, dijo en una conversación con el Financial Times. Es un apasionado del jazz y del blues. Y uno de los principales financiadores del festival de música de su Lviv natal. Y también un lector curioso. Curioso pero poco constante. En una entrevista con Forbes hace un par de años contó que compraba unos veinte libros al mes. Lee unos cinco. Si no capta su interés o le aporta algo, lo aparca. Y se lanza a por otro. Como con los negocios.

Fuente: El País