Emmanuel Macron no esperó a los chalecos amarillos para abrazar el populismo. Desde que hace dos años y medio, siendo aún ministro de Economía en un Gobierno socialista, se lanzó a la conquista del palacio del Elíseo, planteó su combate político en el mismo terreno de juego que el populismo entonces en auge. La divisoria ideológica ya no era la izquierda contra la derecha. Esto era cosa del pasado. En los nuevos tiempos —según el diagnóstico común de Macron, pero también de populistas de derechas o de extrema derecha como Marine Le Pen, Donald Trump, o procedentes de la izquierda como Jean-Luc Mélenchon en Francia o Podemos en España— la divisoria era otra. Los de arriba contra los de abajo, o los soberanistas contra los cosmopolitas. Para Macron, el nuevo combate era entre progresistas y conservadores. Entre europeístas y nacionalistas.

Alain Minc, ensayista, financiero y mentor de presidentes, definió la línea de Macron como un “populismo mainstream”. Es decir, un populismo no radical sino de la “corriente principal”, del centro. “Hasta ahora, el populismo siempre era la expresión de un extremismo. Y los partidos tradicionales eran la expresión del mainstream. Pero puede existir un populismo mainstream: es decir, los reflejos del populismo pero con la finalidad de Europa y la economía social de mercado”, dijo Minc en una conversación con EL PAÍS en mayo de 2017, el día después de la elección de Macron a la presidencia francesa. Del mismo modo que el general De Gaulle decía haber tenido siempre “una cierta idea de Francia”, Macron, según esta visión, tendría “una cierta idea del populismo”.

Orientación liberal

Era un populismo sui generis. Económicamente liberal. O, mejor dicho, liberal para los estándares de Francia, país estatista donde esta palabra es casi un insulto, y el liberalismo, casi un pecado. Su liberalismo, en realidad, se acercaba más al del socialdemócrata Gerhard Schröder en la Alemania de la pasada década, o al de los países escandinavos reformistas, que al de Margaret Thatcher en los años ochenta. Macron, en todo caso, llegó al poder con la voluntad de romper los bloqueos; en su opinión, llevaban décadas abocando al país a una plácida decadencia (“La marmita se estaba calentando desde hace tiempo, pero fuimos nosotros los que levantamos la tapa”, comentaba hace poco, analizando la revuelta de los chalecos amarillos, un consejero suyo que pidió anonimato). Su éxito al imponer la reforma laboral, que liberalizaba el derecho al despido, y en la reforma de la anquilosada SNCF, la compañía pública de ferrocarriles, marcó el paso de un ímpetu reformista que parecía imparable. Hasta que, con el otoño de 2018, llegaron los chalecos amarillos.

El ímpetu reformador de Macron, tras abaratar el despido, parecía imparable

Las rotondas en las afueras de decenas de pequeñas ciudades se llenaron de franceses con dificultades para llegar a final de mes. Estaban hartos de ver cómo las facturas se amontonaban, el sueldo retrocedía —o no aumentaba— y el diésel, necesario para desplazarse al trabajo en zonas periféricas o rurales mal conectadas por transporte público, se encarecía con nuevas tasas destinadas a proteger el medio ambiente. Vestidos con la prenda fluorescente, ocuparon rotondas, bloquearon peajes y cada sábado se manifestaron, y siguen haciéndolo, en las grandes ciudades, provocando en ocasiones disturbios violentos. El momento populista —no el populismo mainstream, sino el de siempre: en cólera contra las élites, apolítico, emocional y a veces irracional— llegaba a Francia.

La discusión ahora es hasta qué punto los chalecos amarillos han forzado un auténtico giro en la política económica de Macron. Hasta qué punto Macron, en estos meses tumultuosos, ha abrazado de verdad el populismo.

Forzado por la violencia de un sector de los chalecos amarillos y por el apoyo masivo del que al principio disfrutaban entre la población, Macron anuló la subida prevista de las tasas sobre el carburante. Aprobó un plan de ayudas de 10.000 millones de euros para mejorar el poder adquisitivo de las clases medias empobrecidas por años de estancamiento. El plan, que incluye una ayuda suplementaria que permitirá subir en 100 euros los ingresos de los receptores del salario mínimo, disparará previsiblemente el déficit francés por encima del límite europeo del 3%. Se combina con otra propuesta no estrictamente económica, pero que puede repercutir en la política económica: la apertura de un gran debate nacional, que empezó el 15 de enero y debe terminar el 15 de marzo, en el que los franceses a pie plantean sus quejas y propuestas. El resultado del gran debate nacional puede servir al Gobierno francés para diseñar su programa de futuro. La respuesta a la crisis de los chalecos amarillos tiene también un aspecto de seguridad, con las medidas —aprobadas esta semana en la Asamblea Nacional— para reforzar el arsenal policial ante la deriva violenta del movimiento.

El debate nacional

Las tres medidas —la ayuda económica, el gran debate nacional y la mano dura policial— pueden leerse en clave populista. Gasto público para comprar la paz social. Escuchar al pueblo sin pasar por el filtro del Parlamento. Y limitaciones en derechos como el de manifestación para tranquilizar a la Francia que pide ley y orden. En realidad, es más complicado. Por citar solo las medidas en favor del poder adquisitivo: es cierto que han marcado un giro social en una presidencia que ha gobernado hasta ahora al centro-derecha. Pero todas estas medidas, como recuerdan los consejeros económicos de Macron, son de hecho un adelanto de normas que habrían entrado en vigor más tarde. “No hay cambio de rumbo”, es el mantra en el palacio del Elíseo. “Los resultados [de las reformas emprendidas desde 2017] no pueden ser inmediatos y la impaciencia, que comparto, no puede justificar ninguna renuncia”, dijo el presidente en el discurso de fin de año. Las reformas del seguro de paro, de la función pública y de las pensiones de jubilación siguen en el programa de este año 2019. El impuesto sobre las fortunas, ya suprimido parcialmente pero cuya restitución completa es una de las prioridades de los chalecos amarillos, se mantendrá.

Todo esto, condicionado por el resultado del gran debate nacional y las elecciones europeas de mayo. La expresión clave, para el presidente francés, es “la Europa que protege”. El eco de los chalecos amarillos y de su malestar — un sentimiento de desprotección ante los vendavales de la globalización— no se apagará.

Fuente: El País