Si Ólafur Hauksson fue nombrado fiscal fue porque ninguno de los 330.000 islandeses restantes quería el cargo. En 2008, ese puesto de nueva creación desde el que se debía perseguir a los responsables de una crisis que había golpeado al país con inusitada fuerza quedó vacante. Un año después, este antiguo comisario de policía de un pequeño pueblo, sin conocimientos financieros previos, se presentó voluntario para ese trabajo. Al hacerse con él, aterrizó en una oficina que, según sus palabras, no tenía “ni ordenadores, ni teléfonos ni nada”.
“Tuvimos que empezar de cero en algo que no sonaba demasiado atractivo”, asegura desde Reikiavik, al otro lado de la línea de teléfono. Desde ese pequeño despacho que no interesaba a nadie y desde un cargo en el que nadie parecía confiar, Hauksson ha logrado en la última década la condena de 38 banqueros –entre ellos, los más importantes del país-, con penas que en total superan los 100 años. Su equipo de un puñado de colabores fue creciendo hasta superar el centenar en el momento álgido de las investigaciones.
Para rastrear años de abusos y malas conductas, los correos electrónicos de los investigados se convirtieron en el instrumento más valioso. “Eran una gran prueba, porque se generaban en tiempo real, no es como un testigo que habla años después de que ocurran los delitos. Con estos emails, pudimos reconstruir prácticamente todo lo ocurrido en los años de la burbuja financiera”, dice con un indisimulado orgullo.
Islandia no es un caso único. En España también han entrado en la cárcel responsables de entidades medianas como Julio Fernández Gayoso –expresidente de NovaCaixaGalicia, medio año entre rejas- o Miguel Blesa –antiguo jefe de Caja Madrid, solo 15 días en prisión, pero con diversas causas pendientes antes de su muerte hace un año-. También ha habido casos parecidos en Irlanda –el pasado junio, David Drumm, antiguo jefe del Anglo Irish Bank, fue condenado a seis años de cárcel- o Reino Unido, donde cayó John Varley, ex consejero delegado de Barclays.
Pero solo Islandia, donde la banca creció hasta convertirse en un cáncer hipertrofiado, ha ido de forma sistemática a por los peces gordos. Los tres principales ejecutivos de los tres grandes bancos existentes hasta la crisis (Kaupthing, Glitnir y Landsbanki) han acabado condenados.
La situación en EE UU es radicalmente distinta. Según un artículo del Financial Times de hace un año, 324 profesionales –banqueros de pequeñas entidades, brokers, asesores inmobiliarios…- han sido condenados por delitos relacionados con la crisis financiera. ¿Y en este grupo cuántos consejeros delegados de Wall Street había? Cero. En el país de Lehman Brothers, no ha caído ni uno solo de los grandes señores de las finanzas.
¿Por qué otros países no han seguido el modelo islandés? “Deberían responder los que lo hicieron de otra forma, pero creo que influyó la falta de voluntad y que no se aportaran los recursos necesarios. En cinco años, nuestra oficina gastó en torno a 5.000 millones de coronas [unos 40 millones de euros, al cambio actual]”, explica el sheriff de los banqueros. Es una cantidad importante para un país cuyo PIB equivale al 2% del español. Y más importante aún si se tiene en cuenta que se gastó en una época de fuerte crisis económica, cuando los recursos públicos no sobraban.
En Islandia, la historia de avaricia y malas prácticas bancarias que derivó en el crash de 2008 quedó simbolizada en un nombre: Hreidar Már Sigurdsson. El que fuera número uno entre 2003 y 2008 de Kaupthing, entonces la mayor entidad financiera del país, fue condenado junto con otros compañeros por manipulación de mercado. Pocas semanas antes del colapso del banco, dieron una falsa sensación de seguridad al anunciar la entrada en el capital de un potente inversor catarí. El problema es que esa inyección monetaria se había hecho a través de un préstamo ilegal concedido por el propio grupo. Fue sentenciado a siete años de prisión, la condena más dura de todos los encausados por Hauksson.
Encerrado en la prisión de Kviabryggja, al oeste de la isla, junto a otros compañeros de fechorías financieras y 19 reclusos comunes, ninguno con delitos de sangre, Sigurdsson pasaba los días mirando Internet, yendo al gimnasio u ocupándose de la lavandería del centro penitenciario, según informó Bloomberg en 2016.
Los datos sobre los condenados escasean. El fiscal Hauksson dice que la mayoría –si no todos- de los que entraron en prisión ya la han abandonado. Pero añade que no dispone de más información, ya que esta depende de la administración penal, no de la suya.
Más suerte han tenido los responsables públicos de la crisis. Pese a algunas informaciones que presentaban a Islandia como el país que había encarcelado a banqueros y políticos, estos últimos han pasado de puntillas. Es cierto que un tribunal especial halló culpable a Geir H Haarde, primer ministro entre 2006 y 2009, de no abordar los problemas que afrontaban los bancos islandeses. Pero también lo es que no cumplió la sentencia y que al poco tiempo fue enviado como embajador de su país en Washington, destino en el que hoy continúa. “No parece un castigo muy duro”, deja caer el fiscal con ironía.
Una década después de la crisis que colocó a esta remota isla en los informativos de medio mundo, la economía islandesa se ha recuperado. Tras una profunda reestructuración del el sector financiero, el PIB ha crecido con fuerza en los últimos tiempos, favorecido por un boom del turismo que el año pasado llevó a 2,2 millones de personas a una isla con una población inferior a la de la provincia de Burgos.
Pero hay voces que alertan de los peligros de un sector inmobiliario recalentado y de una economía excesivamente dependiente de los visitantes que llegan de todas partes del mundo. ¿No han aprendido de los errores? ¿Vuelven los islandeses a cometer nuevos excesos? “Es cierto que la situación actual ha dejado efectos indeseados como la rápida subida del precio de las casas. Pero creo que hemos aprendido. Ahora la gente es más consciente de lo que ocurre. Si las cosas empiezan a ir mal, estaremos más alerta que hace diez años”, concluye Hauksson.
Fuente: El País