Christiane Grunwald recuerda con precisión el 1 de octubre de 2009. Aquella mañana, la jefa de recursos humanos de Trumpf, un gran fabricante de máquinas herramientas, recibió en la conferencia diaria del jefe supremo una noticia que le dejó sin palabras: por primera vez, no habían vendido ni una sola máquina en las 70 filiales que tienen repartidas por todo el mundo. La temida crisis había llegado, también a Trumpf.

Estados Unidos y los europeos dejaron de comprarles máquinas industriales a esta empresa que cuenta con Boeing, Alessi, BMW o Daimler entre sus grandes clientes. Grunwald enseguida comprendió que si no vendían como antes tendrían que dejar de producir como antes. La cuestión ahora era qué hacer con una plantilla dimensionada para tiempos de bonanza. Fueron meses de negociaciones intensas presididas por un objetivo compartido por la empresa y los representantes de los trabajadores: evitar despidos a toda costa. La empresa, como muchas otras de Alemania, calculó que la crisis duraría unos meses y que entonces volverían a necesitar trabajadores. Contratar y formar de nuevo les saldría muy caro y no sería fácil ante la escasez de mano de obra en algunos sectores ya entonces. Había que jugar con las cartas que tenían en la mano. Y esas cartas eran muy buenas.

Las hormigas ahorradoras de Alemania

La gran recesión de 2008 impactó de lleno en el gran sector exportador alemán, pero el mercado laboral emergió sin embargo prácticamente indemne del ciclón financiero que disparó el desempleo en otros países de la UE. La clave, según numerosos expertos e informes que siguieron al llamado «milagro» alemán, fueron una serie de medidas anticrisis que el Gobierno de Berlín promovió y financió, por las que las empresas redujeron el número de horas que trabajaban sus empleados —el famoso Kurzarbeit al que en 2009 se acogieron más de un millón de trabajadores— sin que los salarios se resintieran demasiado. Pero sobre todo, las empresas recurrieron a las horas extras acumuladas de sus trabajadores para amortiguar la caída de la producción. «Fue una historia de éxito. El Gobierno no tuvo casi que incrementar su gasto en seguros de desempleo», explica Marcel Fratzscher, director del Instituto alemán para la investigación económica (DIW).

La cifra de desempleo en Alemania hoy es la más baja desde la reunificación en 1990. Eso no significa sin embargo que el mercado laboral alemán no sufra de otros males. Los bajos salarios y su futuro impacto en las pensiones, los empleos fuera de convenio y una desigualdad que no remite pese a la bonanza económica son, según los expertos, los principales retos a los que debe hacer frente la primera economía de la zona euro.

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En Trumpf solo tuvieron que echar mano de esa reducción de horas a la que se acogió más de un millón de alemanes en 2009, meses después de que llegara la crisis. Porque como muchas otras empresas alemanas, los empleados de este gigante habían acumulado antes de la crisis cientos de horas extras sin remunerar. Es decir, cada trabajador contaba con un superávit en horas, pactado con la empresa y guardado precisamente para el día que llegaran las vacas flacas.

Se trata de horas extras que por contrato los jefes pueden exigir al trabajador en función de la demanda de producción y que el empleado puede a menudo elegir cuándo y cómo las trabaja. Esas horas no se pagan, pero se guardan en una cuenta general de la compañía que tiene un tope máximo y un mínimo pactado con el comité de empresa. «La mayoría de nuestros empelados tenían acumulado el tope de 250 horas extras cuando llegó la crisis. Entonces, lo que hicimos fue ir reduciendo ese número. La gente trabajaba menos, pero cobraba normal porque tenía su crédito en horas», explica Grunwald en el espectacular cuartel general de la empresa, cercana a Stuttgart, al sur de Alemania.

A finales de 2009, los trabajadores dejaron de trabajar un día a la semana, porque las ventas no dejaban de caer, pero su sueldo no se tocó y salvo un puñado de despidos pactados, la plantilla no se recortó. Así, durante seis meses hasta que su saquito de horas extras (RAZ, en sus siglas en alemán) pasó a números rojos. Fue entonces cuando echaron mano del programa de recorte de horas de trabajo promovido por el Gobierno.

Los empleados dejaron de trabajar dos días a la semana y esas horas las financiaron en un 60% las arcas del Estado. A cambio, estaban obligados a recibir en parte del tiempo libre formación por parte de la empresa. Ese recorte estuvo vigente casi cuatro meses, en los que pactaron también un menor bonus de Navidad y vacaciones que recuperaron después de la crisis, una bajada de sueldos progresiva —más recorte para los directivos, y nada para los sueldos bajos—. Los dueños de la empresa hicieron un desembolso millonario de su fortuna privada y financiaron parte de los estudios de quienes quisieran aprender algo garantizándoles la vuelta al trabajo. Evelyn Konrad fue una de las que se apuntó a ese plan. Tenía entonces 23 años y la crisis fue para ella una oportunidad para crecer profesionalmente. Aprovechó las facilidades y estudió un máster de 12 meses en Edimburgo con ayuda económica de la empresa. Después tuvo garantizada la vuelta en la empresa donde ahora trabaja en el departamento de marketing de fusión de metal por láser. «El master amplió mi horizonte, me dio nuevas ideas», asegura Konrad, quien entró con 18 años en Trumpf.

A finales de 2010 la empresa empezó a recuperarse y el recorte de horas de trabajo y resto de medidas se esfumaron. Como hormiguitas, los trabajadores comenzaron a acumular de nuevo horas extras por si llega de nuevo un frío invierno y de paso han disparado la producción, lo que el año pasado le permitió ingresar a esta compañía, con una plantilla de 13.500 trabajadores, unos 3.600 millones de euros en ventas.

El relato de la directiva podría parecer un cuento de hadas laboriosas, pero Renate Luksa, presidenta del comité de empresa de Trumpf, lo corrobora en su despacho punto por punto. Las negociaciones a puerta cerrada son duras —explica— pero lo importante, piensa, es alcanzar acuerdos y que no haya despidos. «Los trabajadores veían que todas las empresas estaban en crisis y eso ayudó a que entendieran que había que tomar medidas. Además, quien entra a trabajar aquí ya sabe que tiene que adaptarse al sistema del RAZ y que se ofrece seguridad; es como una cuenta de banco de cada trabajador». Como en recursos humanos, los representantes de los trabajadores llevan tiempo preparándose para posibles nuevas crisis. «Hoy nos va bien, pero no sabemos cómo nos irá mañana», piensa Luksa.

Bajos salarios

Anke Hassel, directora del WSI, el Instituto de Ciencias Sociales y económicas afiliado a los sindicatos alemanes, coincide en que los ajustes laborales adoptados durante la crisis ayudaron mucho y que desde luego el desempleo no es hoy un problema en Alemania. Pero señala otros, como los bajos salarios —unos 10 euros la hora, iguales a menos de dos tercios por debajo del sueldo medio— que afecta en torno al 24% de los empleados, lo que representa la cifras más alta de Europa occidental. Esos bajos salarios son los que permiten a Alemania ser muy competitiva en las exportaciones, que también acumulan cifras récord y causan estragos en las economías de terceros países. «Los sueldos bajos son el mayor problema, que a su vez afecta a las pensiones. Muchos alemanes tendrán pensiones por debajo del umbral de pobreza».

Maximilian Stockhausen, experto del Instituto Alemán de Economía de Colonia, próximo a la patronal, destaca como otro aspecto importante las tasas elevadas de trabajo a tiempo parcial, sobre todo entre las mujeres. «Ese es un campo en el que hay mucho margen para mejorar». Explica que la desigualdad entre las rentas más altas y más bajas se ha mantenido estable en los últimos 10 años «a pesar de que en este tiempo la economía ha crecido». Y a pesar del superávit récord, que, en el reino de la austeridad, sumó 48.100 millones de euros el pasado año.

Fuente: El País