Confieso estar sorprendido al ver la gran preocupación que manifiestan las élites biempensantes por la oleada de populismo nacionalista y lo poco que hacen para poner remedio a las causas que lo alimentan. ¿Por qué, en vez de demonizarlo, no bajan al campo de batalla para competir con ellos en ofrecer mejores políticas?

Antes de dar una explicación, déjenme que me detenga en el cambio moral experimentado recientemente por nuestras sociedades que, en mi opinión, es la semilla del populismo. Aun cuando normalmente la noción de moralidad la aplicamos a las conductas individuales que entendemos como buenas (honestidad, sinceridad, lealtad, amistad, respeto a los demás), esta tiene también una dimensión pública, definida por aquellos rasgos que atribuimos a una buena sociedad: abierta, tolerante, con igualdad de oportunidades, movilidad social y económica, equidad y democracia.

Esos rasgos definieron bien a las sociedades de posguerra. Pero las cosas han cambiado: las oportunidades ahora solo son para unos pocos muy ricos; el enfrentamiento ha sustituido a la tolerancia; el ascensor social y económico no solo se ha parado, sino que baja; la injusticia social ha ocupado el lugar de la equidad; la polarización política, el de la democracia colaborativa. Nuestras sociedades han mutado su carácter moral.

¿Cómo explicar este cambio? En un sugestivo libro publicado en 2005 (Consecuencias morales del crecimiento económico) el profesor de Economía Política de la Universidad Harvard Benjamin M. Friedman lo relaciona con el tipo de progreso económico. Los países donde las condiciones de vida de la mayor parte de la población evolucionan favorablemente a lo largo de un período prolongado de tiempo están en mejores condiciones para establecer y preservar una sociedad tolerante y abierta ampliando y fortaleciendo sus instituciones democráticas. Pero allí donde la mayoría de los ciudadanos sienten que no están mejorando, la sociedad se hace más rígida e intolerante y la democracia se debilita. Precisamente esto está ocurriendo ahora.

Cualquier nación, incluso aquellas más ricas como Estados Unidos, pone en riesgo el carácter moral de su sociedad si permite que los niveles de vida se estanquen. Si esta visión es acertada, como pienso, el populismo político no es como la caña de azúcar en Cuba, que crece sin necesidad de plantarla; es el resultado del estancamiento del progreso económico.

Pero entonces la cuestión es por qué se ha producido este estancamiento. Se podría pensar que se debe a que la economía y la productividad se han parado. Pero no, han crecido a lo largo de las últimas décadas. El problema es que los salarios no lo han hecho al mismo ritmo; al contrario, se han estancado.

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Pero esta respuesta plantea otra pregunta: ¿por qué se han estancado los salarios? La explicación convencional maneja tres argumentos: la globalización, el cambio tecnológico y la meritocracia de las élites. Esas tres fuerzas estarían deprimiendo los salarios de los trabajadores con menos formación y habilidades. Pero ninguno de esos argumentos es del todo convincente. Las investigaciones más consistentes sobre la creciente desigualdad de rentas y de salarios señalan que la causa básica son las reformas económicas y las políticas sociales que se han venido llevando desde los años ochenta.

Por un lado, las reformas de los mercados de bienes y servicios han hecho que la economía de libre mercado sea cada vez más libertaria y menos de mercado. El resultado ha sido un creciente poder de mercado para las grandes corporaciones y los nuevos monopolios digitales. Este tipo de reformas ha producido una mala distribución del crecimiento entre salarios, sueldos y beneficios. Por otra parte, las reformas sociales (laborales y educativas) y las políticas de recortes han debilitado las oportunidades y la capacidad redistribuidora del Estado del bienestar.

El populismo político es una consecuencia moral negativa del estancamiento del progreso económico de la mayoría de la población. Para luchar contra él necesitamos dos tipos de nuevas políticas. Una de ellas es la lucha contra las prácticas monopolísticas de las nuevas plataformas digitales y la defensa de la competencia en mercados donde las empresas existentes se han hecho con un gran poder de mercado provocando estancamiento de los salarios, aumento de los precios, desigualdad y pobreza. La otra son las nuevas políticas sociales en un sentido contrario a lo que se ha hecho hasta ahora. Ambas se retroalimentan. Sin un buen Estado de bienestar el capitalismo competitivo no puede funcionar en una sociedad democrática.

Si las élites biempensantes quieren vencer el populismo político autoritario e iliberal que ellas mismas han provocado han de luchar contra él mediante un buen populismo económico, de talante liberal y progresista.

Fuente: El País