Vítor Constâncio se sentó junto a Mario Draghi durante siete larguísimos años en los que el Banco Central Europeo (BCE) tuvo que adoptar medidas rompedoras, a veces al filo del abismo. En las ruedas de prensa de esa época, el entonces vicepresidente del organismo permanecía la mayor del tiempo en silencio. Mientras Draghi anunciaba bombazos como la compra masiva de deuda, este reputado economista ayudaba a modelar una institución que ha tenido que reinventarse a raíz de la crisis del euro.

Ahora, alejado desde hace un año de la responsabilidad institucional, puede hablar más libremente. Constâncio ironizaba en Madrid hace pocas semanas sobre aquellos que responsabilizan a los bancos centrales de tomar medidas perjudiciales. “Pero los bancos centrales hacen lo que tienen que hacer”, dijo el portugués antes de hablar de la transformación que atraviesa la economía global. “El entorno es diferente del que hemos conocido históricamente”, concluyó en ese acto organizado por la Universidad de Navarra. Este nuevo entorno enfrenta a los bancos centrales a un dilema de difícil resolución. “El BCE está entre la espada y la pared. Y la pared está llena de pinchos”, resume muy gráficamente el economista jefe de Intermoney, Francisco Vidal.

La puntiaguda espada de la que habla este economista apunta a Draghi en forma de bajo crecimiento —según las previsiones del BCE, el PIB de la eurozona subirá este año solo un 1,1%, casi la mitad de lo que pronosticaba unos meses antes— y de baja inflación —el mes pasado cayó al 1,4%, alejándose una vez más del objetivo oficial del eurobanco—. Con estos datos, ningún banquero central en sus cabales se arriesgaría a subir los tipos de interés, como Draghi pensaba hacer antes de que las cosas se torcieran.

Pero al otro lado de la espada, la pared repleta de pinchos no es menos peligrosa. No solo porque la idea de alargar aún más la era de los intereses superreducidos haya puesto en pie de guerra a la banca, alertada por la escasa rentabilidad de su negocio fundamental. Más preocupante aún que los problemas de las entidades financieras es que un precio del dinero cercano a cero alimenta el fantasma que muchos economistas ven cada vez más cerca: la japonización.

La enfermedad japonesa asusta porque es un escenario en el que se sabe cómo se entra, pero no cómo se sale. En distintas variantes, el país asiático lleva desde los años noventa del siglo pasado atrapado en las arenas movedizas del estancamiento. El riesgo para la economía europea es caer en una situación similar: una mezcla de atonía en el crecimiento y en la inflación, aderezada además con un acelerado envejecimiento de la población y una productividad incapaz de tirar del carro.

El pasado 7 de marzo, Draghi anunció lo que todos los observadores sabían ya: los tipos de interés seguirán este año anclados en el suelo. Al alargar esta situación en el horizonte temporal, el italiano rompía el guion que él mismo había trazado.

Tras caminar por territorios nunca explorados en la política monetaria europea, Draghi se disponía a concluir su plan de irse del BCE ofreciendo una intachable hoja de servicios. Sus decisiones, tantas veces criticadas por los países del norte, habían contribuido a salvar la unión monetaria en lo más duro de la crisis. Y ahora, tras seis años de crecimiento económico ininterrumpido en la eurozona, pretendía dejar el cargo el próximo 31 de octubre subiendo el precio del dinero. Habría sido la primera alza en sus ochos años al frente del BCE. Y demostraría así que él también sabía ser ortodoxo. Pero hace tiempo que este plan era papel mojado.

Las cosas empezaron a torcerse en el segundo semestre de 2018. Además de los riesgos globales ligados al comercio y a los problemas de los países emergentes, la economía alemana daba muestras de agotamiento. Italia, lanzada hacia una recesión de largo alcance, preocupaba aún más. Y la inflación seguía empecinadamente baja. Hace una década que el BCE no logra su objetivo de mantener de forma sostenida un crecimiento de los precios ligeramente inferior al 2%. La situación empezaba a preocupar. Pero desde entonces solo ha ido a peor.

La conjunción de nubarrones ha pospuesto sine die la subida de tipos, estancados en el 0% desde 2016. Draghi dijo que para la próxima alza habrá que esperar al menos a finales de este año, pero algunos de sus compañeros del BCE mencionaron 2020 como fecha más probable. “El Consejo de Gobierno expresó cierta precaución sobre la idea de comprometerse con un horizonte temporal más amplio, que fuera hasta bien entrado 2020, en una situación de alta incertidumbre en la que los datos que llegan podrían evolucionar de formas muy distintas”, aseguran las actas de la reunión de marzo, publicadas el pasado jueves.

Previsiones

Analistas como Carsten Brzeski se atreven a poner las luces largas y adelantar que la eurozona deberá acostumbrarse a unos tipos de interés en niveles mínimos durante mucho tiempo. “Veo muy, muy difícil escapar de este escenario en los próximos cinco años”, asegura el economista jefe de ING Alemania.

Es este panorama el que ofrece preocupantes similitudes con Japón, un país que lleva más de 20 años con los tipos por debajo del 1% —y desde 2016, en territorio negativo—, que ha pasado la mitad de los últimos 25 años con inflación negativa y que tuvo que esperar a 2016 para recuperar el PIB nominal que tenía en 1997. “El bajo crecimiento y la baja inflación de la eurozona, unidos a una política monetaria aún laxa, ofrecen un parecido notable con la situación japonesa, lo que despierta preguntas sobre el manual de herramientas del banco central y las opciones a su disposición”, asegura ING en una nota.

Para responder a la pregunta de hasta qué punto la enfermedad japonesa se parece a la europea, el departamento de análisis del banco holandés ha realizado lo que ellos denominan un “modelo de japonización”. Basándose en cuatro variables —crecimiento por encima del potencial, inflación, tipos de interés y evolución demográfica—, los analistas comparan la evolución de este índice en el caso japonés y en el europeo. En el primero, el índice ha estado en terreno negativo desde 1993. En Europa ha caído por debajo de cero desde 2013 hasta ahora, “indicando un aproximamiento entre las dos zonas económicas”, asegura el análisis.

¿Es gratis endeudarse?

Los nuevos territorios por los que merodea la política monetaria han dado como fruto una fértil cosecha de artículos científicos que plantean interesantes —y a menudo contraintuitivas— paradojas. Es el caso de deuda pública y bajos tipos de interés, un informe firmado por Olivier Blanchard el pasado febrero. En él, el antiguo economista jefe del FMI se cuestiona qué ocurre si la rentabilidad que ofrecen las inversiones de bajo riesgo —­como la deuda pública de EE UU— va a permanecer por debajo de las tasas de crecimiento del PIB por un largo periodo de tiempo. Y concluye que esto ha sido más la norma histórica que la excepción. “Si el futuro es como el pasado, la emisión de deuda no tiene por qué conllevar un aumento en los impuestos. Por decirlo sin rodeos: la deuda pública no tendría un coste fiscal”.Blanchard también asegura que el impacto en el bienestar que se ha atribuido a la deuda pública podría ser más pequeño de lo que tradicionalmente se había pensado. “Algunas conclusiones de este estudio serán controvertidas. Pero mi objetivo es fomentar un debate más rico, no abogar por un aumento de la deuda pública”, matiza.

Otra aportación al debate viene de un economista que ejerció como político, Larry Summers. En sus trabajos, el secretario del Tesoro de EE UU durante la Administración de Clinton muestra con complicados modelos econométricos cómo los tipos de interés de equilibrio —un concepto vaporoso muy difícil de cuantificar— han descendido un 3% en la última generación.

Summers sugiere que, si no hay políticas de compensación, las sociedades industriales maduras son propensas al estancamiento secular. “Los responsables políticos deberán ofrecer una combinación de mayor tolerancia con los déficits fiscales, políticas monetarias no convencionales y medidas estructurales para promover la inversión privada”, escriben Summers y Lukasz Rachel, de la London School of Economics. A estos artículos se unen otros títulos tan sugerentes como “¿Ha desaparecido completamente la inflación?” o “¿Y si los tipos cero son ya la nueva norma?”.

Francisco Vidal admite que la japonización es un riesgo “cada vez más real”. “Tenemos un continente que envejece rápidamente, con escasa capacidad de crecimiento y cuyo banco central reconoce tímidamente que le va a costar mucho subir los tipos. En el futuro, los beneficios de la política monetaria tendrán un efecto decreciente. Si unes todos estos puntos, el riesgo de un escenario estructural de bajo crecimiento es evidente”, sintetiza el analista de Intermoney.

Más dudas tiene Jorge Sicilia, economista jefe de BBVA Research, que prefiere fijarse en las diferencias entre una y otra área económica. Recuerda que el archipiélago asiático cayó en la crisis en los noventa víctima de una burbuja inmobiliaria brutal, con una gran exposición del sector bancario, a su vez muy ligado a las empresas.

“Los bancos no hicieron limpieza de estos créditos en sus balances y además las políticas públicas estuvieron plagadas de errores. No hay crecimiento poblacional y la inversión y el consumo son mínimos. Europa está muy lejos de estas dinámicas”, concluye Sicilia. El jefe de BBVA Research admite ciertas similitudes entre una y otra economía, pero insiste en que las diferencias son casi más importantes. La deuda pública japonesa ronda ya el 240% de su PIB, mientras que la de la eurozona ha descendido ligeramente hasta el 86%.

Clemens Fuest, del instituto Ifo, subraya una diferencia más que, asegura, no beneficia en absoluto a Europa: la eurozona está formada por 19 países con diferentes evoluciones económicas y con visiones muy distintas sobre cómo debería funcionar la unión monetaria en el futuro. “Estas divisiones no hacen las cosas más fáciles”, añade con cierta ironía el economista alemán.

El problema no es exclusivamente europeo. La Reserva Federal de Estados Unidos ha comenzado a dar marcha atrás en su tarea de normalizar la política monetaria. Tras nueve subidas en el precio del dinero en los dos últimos años, el presidente de la Fed, Jerome Powell, ha sucumbido no solo a las presiones del presidente Donald Trump, sino al pesimismo que rodea a la economía global. No contento con despejar las dudas y sugerir en marzo que en 2019 ya no habría subidas de tipos, los analistas especulan con que incluso podría bajarlos a finales de año. EE UU se aleja así de un escenario de tipos en el entorno del 3%, como hace unos meses parecía predestinado.

Todo apunta a que los países avanzados tendrán que acostumbrarse a que la nueva normalidad ya está aquí. Y que esta está formada por unos intereses mucho más bajos de los que eran habituales hasta la crisis de 2008.

Al margen de si el modelo nipón encaja a la perfección en el europeo o no, los tipos en la franja que va del 0% al 1% han llegado para quedarse en la unión monetaria. Otra novedad es que su subida o bajada va a dejar de ser la principal arma con la que cuenta el BCE. Las medidas extraordinarias ensayadas en los duros años de la Gran Recesión van a pasar a formar parte del manual de herramientas de los grandes bancos centrales para combatir las próximas crisis. Porque si no fuera así, quedarían desarmados. El precio del dinero ya no será la clave para apagar los incendios del futuro.

Una de las escasas certidumbres que ofrece ahora el análisis económico es que la próxima crisis cogerá al BCE con unos tipos de interés sensiblemente inferiores al 3,25% que había el 15 de septiembre de 2008, el día de la quiebra de Lehman Brothers.

Menos margen

La Gran Recesión ha cambiado de facto las posibilidades de actuación del BCE. Y cuando llegue la próxima crisis, en Fráncfort saben que tendrán a su disposición instrumentos que hasta hace poco parecían inimaginables. “Las medidas no convencionales han pasado a ser convencionales”, resume Ángel Talavera, de Oxford Economics.

La ensalada de tres indicadores por los suelos —inflación, tipos y crecimiento— arroja muchas dudas sobre el futuro europeo. Pero, mirándose en el espejo japonés, este no tiene por qué suponer automáticamente unos menores niveles de bienestar. La renta per cápita nipona ha ido creciendo pese a los fantasmas de la deflación y el estancamiento secular. Y el país disfruta de unas tasas de paro mínimas, que en febrero cayeron al 2,3%.

La caída de la población —las previsiones oficiales apuntan a que de sus 127 millones de habitantes actuales podría pasar a 100 en 2049— contribuye a este mantenimiento del bienestar: la producción se mantiene estancada, pero cada vez hay menos entre los que repartir. Pero esta demografía supone una amenaza para las pensiones del futuro.

El escenario de bajo crecimiento tendría un efecto indeseado en la construcción europea. Como señala Francisco Vidal, el escaso crecimiento impedirá cerrar la brecha entre los países más ricos de la eurozona y los más pobres. “La unión monetaria mostrará sus ineficiencias. Este escenario condenaría a un afloramiento de las diferencias entre el norte y el sur”, asegura el analista de Intermoney. “Si no se toman medidas para impulsar el crecimiento, la desigualdad se mantendrá en los próximos años. La distancia entre unos y otros no se acortará”, abunda el economista jefe de ING.

El papel de la política monetaria en Europa está llamado a disminuir. Porque si, tras seis años de crecimiento ininterrumpido, el BCE ha demostrado su incapacidad para cumplir los objetivos de inflación y para elevar los tipos de interés, ¿qué hace pensar que podrá hacerlo en los próximos años, cuando el ciclo expansivo ya está tocando a su fin y todo apunta a que la economía comenzará a declinar? Así las cosas, con una política monetaria que no da ya mucho más de sí, parece llegado el momento de la política fiscal.

“El margen de maniobra del BCE para responder a la próxima crisis va a ser mucho más reducido. Así que sería extremadamente bueno que los miembros de la eurozona acordaran nuevos instrumentos sobre la política fiscal, como el presupuesto europeo que propone el presidente Macron. Pero esto es muy difícil. Así que al final todo dependerá de que las autoridades nacionales quieran impulsar el gasto con inversiones productivas o no”, analiza Guntram Wolff, director de Bruegel.

Este think tank bruselense es el responsable del informe que este fin de semana estudiaron en Bucarest los ministros de Economía de la UE, que denuncia que en los últimos 15 años se ha acentuado la “divergencia” entre norte y sur del continente. Y es precisamente la temida japonización la que puede hacer que esta disparidad entre europeos ricos y pobres tampoco se estreche en los próximos años.

La tarea de impulsar la política fiscal se presenta como titánica. Con las reglas europeas actuales, países como España e Italia tienen un margen de maniobra prácticamente nulo para tirar de gasto público endeudándose más. Y los países que sí podrían hacerlo, encabezados por Alemania, no están dispuestos a dar ese paso. Solo un susto importante en forma de recesión parecería capaz de hacerles cambiar de opinión.

Clemens Fuest, presidente del instituto alemán Ifo, uno de los guardianes de la ortodoxia económica en la mayor economía europea, admite que su país podría hacer más para estimular la economía, pero niega que este impulso deba venir del sector público, sino del privado. “Si países muy endeudados como Italia o incluso Francia aumentan el gasto, esto solo incrementará sus primas de riesgo y socavará la confianza en sus economías”, añade, cerrando la posibilidad a un impulso importante por parte del sector público europeo.

Gasto público

Una visión distinta tiene Ángel Talavera. El responsable de la eurozona de Oxford Economics discrepa de los halcones como Fuest, abogando por el tirón al crecimiento que podría llegar de los presupuestos públicos. “Países como Alemania no deberían tener miedo a emitir deuda. Cuando te puedes financiar a coste cero o incluso negativo, no hay ninguna razón económica para no aprovechar esa oportunidad e invertir para aumentar la productividad. Países como España no se pueden permitir por ahora este debate, pero los que pueden deberían acabar ya con la obsesión por los ajustes fiscales”, concluye.

Los últimos siete meses de Draghi en el sillón más codiciado de Fráncfort se presentan complejísimos. En el BCE no consideran apropiado anunciar ahora medidas de muy largo alcance que arrebaten al próximo jefe todo margen de maniobra. Pero el hombre que se ganó un lugar en la historia diciendo que haría todo lo necesario para sostener al euro sí necesita mandar un mensaje claro de que aún dispone de mecanismos para hacer cumplir sus objetivos de precios y estabilidad financiera. Ya ha insinuado que hará algo para atenuar la carga que para los bancos supone el tener que pagar por dejar su dinero aparcado en las arcas del BCE. Pero necesita algo más. Y algunos observadores ya apuntan a septiembre como el momento en el que se anunciará un aplazamiento en el calendario de la próxima subida de tipos. Otro más.

Fuente: El País