El centro ya no puede sostenerse. Después de la elección del presidente norteamericano, Donald Trump, en noviembre de 2016, millones de norteamericanos y otros en todo el mundo encontraron consuelo en la idea de que las instituciones fuertes y la Constitución de Estados Unidos protegerían a la democracia norteamericana de sus depredaciones. Pero los hechos de los últimos días sugieren que los amortiguadores institucionales de Estados Unidos no son tan robustos como se los anuncia. Dentro del Partido Republicano, que controla las tres ramas de gobierno de Estados Unidos, el canto de sirena de la política tribal está acallando cualquier resto de fidelidad a las tradiciones constitucionales de Estados Unidos.

El caso más claro de decadencia institucional se puede encontrar en la Corte Suprema de Estados Unidos. En el lapso de apenas unos días, la Corte ha emitido cuatro fallos divisivos que parecen haber sido diseñados para afianzar al trumpismo iliberal en los próximos años. Para peor, el miércoles, el juez Anthony M. Kennedy, el votante oscilante de larga data de la Corte, anunció su retiro, abriendo el camino para que Trump nombre a otro juez seleccionado a dedo por la Sociedad Federalista de derecha.

Los fallos de la Corte en este mandato no hicieron más que confirmar la opinión generalizada de que ya no actúa como un árbitro sabio e imparcial de las inevitables disputas que surgen en cualquier sociedad. Más bien, se ha convertido, simplemente, en otro instrumento para promover una agenda de extrema derecha, que ha sometido a Estados Unidos a un régimen de la minoría.

Recordemos que, en la elección de 2016, Trump recibió tres millones de votos menos que Hillary Clinton, y los republicanos retuvieron el Senado, aunque los candidatos republicanos recibieron menos votos en general que los candidatos demócratas. De la misma manera, en la Cámara de Representantes de Estados Unidos, los republicanos ganaron una mayoría mucho mayor que su porcentaje real del voto total, debido a una manipulación partidario después del censo de 2010. En 2000, la Corte Suprema entregó la presidencia a George W. Bush que, al igual que Trump, obtuvo menos votos que su oponente. Ahora ha permitido la manipulación de los republicanos, así como la legislación republicana que ha suprimido la votación entre grupos con más probabilidades de votar por los demócratas.

De, por y para las corporaciones

La primera decisión atroz de la Corte esta semana se produjo el lunes, en el caso de Ohio contra American Express. En una decisión de 5 a 4, la Corte ratificó los contratos anticompetitivos que American Express les impone a los comerciantes que aceptan pagos con tarjetas de crédito AmEx. Como señalé en un escrito ante la Corte, los argumentos de American Express en defensa de sus prácticas anticompetitivas fueron totalmente engañosos.

La decisión, redactada por el integrante más predeciblemente de derecha de la Corte, Clarence Thomas, delató una profunda incomprensión de la economía, y reflejó una postura pro-empresarial rígidamente ideológica. En resumen, los fallos representan una victoria mayoritaria para el poder monopólico. Las grandes corporaciones que llevan a cabo prácticas anticompetitivas similares ahora podrán afianzar aún más su dominio de mercado, distorsionando la economía y aumentando los niveles de desigualdad ya claramente altos de Estados Unidos.

Igualmente perverso fue el fallo de la Corte en Janus contra Federación Estadounidense de Empleados Estatales, Condales y Municipales. En otra decisión de 5 a 4, la Corte prohibió que los contratos laborales del sector público exijan que los trabajadores del gobierno hagan aportes a los sindicatos que están negociando en su nombre. En un país que ya padece un enorme desequilibrio entre empleadores y trabajadores, la Corte ha inclinado la balanza aún más a favor de los primeros. Los trabajadores egoístas ahora podrán aprovecharse de los esfuerzos de sus colegas para negociar mejores condiciones de trabajo y un salario más alto. Y, con una cantidad suficiente de estos trabajadores, los sindicatos estarán aún más debilitados por la falta de fondos.

El objetivo de los sindicatos es tomar posturas políticas que defiendan los intereses de los trabajadores. Y para garantizar que las posturas políticas que toman reflejen las opiniones de una mayoría de los trabajadores, los sindicatos realizan elecciones democráticas. Los cinco jueces conservadores que endosaron la opinión, sin embargo, ofrecieron el penoso argumento de que obligar a los trabajadores a pagar para respaldar opiniones con las que no están de acuerdo es una violación de sus derechos de libre expresión garantizados por la Primera Enmienda.

Vale la pena recordar que en el caso Ciudadanos Unidos contra Comisión de Elecciones Federales (2010), la Corte decidió que la Primera Enmienda permite que las empresas hagan aportes ilimitados a las campañas políticas. De manera que, a los ojos de los conservadores de la Corte, las corporaciones pueden respaldar opiniones que van en contra de una mayoría de sus accionistas y trabajadores –que no tenían voz en el tema-, pero los sindicatos no pueden expresar opiniones que son resistidas inclusive por un solo pagador de aportes.

“Justicia” de guerra cultural

Los conservadores de la Corte ofrecieron otra lectura perversa de la Primera Enmienda en Instituto Nacional de Defensores de la Vida y la Familia contra Becerra. En otra decisión partidaria de 5 a 4, dictaminaron que un estado no puede obligar a un centro autorizado de salud reproductiva a informar a los pacientes sobre la disponibilidad de opciones de aborto. Según esta visión, la libertad de expresión incluye la libertad de no decir ciertas cosas, aún si uno pretende ser un proveedor legítimo de atención médica.

Según esta visión extremista, los fabricantes de cigarrillos no tienen que informar que fumar es malo para la salud, y los bancos no tienen por qué revelar el pleno alcance de sus cargos. En éstas y otras situaciones en el pasado, la Corte encontró un equilibrio entre la libre expresión y otros derechos igualmente importantes. Pero en el caso de esta semana, no hubo equilibrio de ningún tipo. La razón es simple: la Corte, como una herramienta de la derecha extremista, está fomentando una campaña republicana contra el derecho de una mujer a tomar decisiones informadas que conciernen a su propia salud.

Durante años, los republicanos a nivel estatal han implementado medidas para que a las mujeres les resulte más difícil hacerse un aborto –o inclusive informarse sobre el tema, y estas políticas han demostrado ser particularmente perjudiciales para los pobres-. Pero ahora que Kennedy se está retirando, el propio derecho al aborto, reconocido en el caso histórico de Roe contra Wade (1973), estará en el punto de mira de los conservadores. Si es revocado, los estados controlados por los republicanos en todo el país de pronto tendrán el poder de negarles a las mujeres el derecho de larga data a la privacidad y al control sobre sus cuerpos de la Decimocuarta Enmienda.

La cuarta decisión alarmante esta semana se produjo en el caso Trump contra Hawai, en el que la mayoría conservadora de la Corte defendió la orden ejecutiva de Trump de prohibir la entrada a los viajeros provenientes de una cantidad de países predominantemente musulmanes. La Corte dictaminó que Trump no abusó de su autoridad para controlar la inmigración en aras de la seguridad nacional. Sin embargo, como ha indicado el propio Trump en muchas ocasiones, proteger la seguridad nacional no era en verdad su intención cuando diseñó la prohibición. Como dejó en claro la jueza asociada Sonia Sotomayor en su virulento disenso, los propios tuits incendiarios de Trump demuestran que su verdadero objetivo era mantener a los musulmanes fuera de Estados Unidos.

Sin duda, la Corte estaba revisando la tercera revisión de la prohibición de viaje de Trump, que había sido ampliada más allá de los musulmanes para incluir prohibiciones contra los norcoreanos y los venezolanos. Pero los cambios de la administración estaban destinados, obviamente, a ocultar los verdaderos motivos de Trump. El argumento de la administración de que hace falta una prohibición porque es demasiado difícil investigar a las personas provenientes de estos dos países es risible. Los norcoreanos, en particular, han sido investigados con peine de diente fino durante décadas, dado que nunca hubo un acuerdo de paz que pusiera fin formalmente a la Guerra de Corea de 1950-1953.

Y, por supuesto, si el objetivo de Trump es proteger la seguridad nacional, uno se pregunta por qué Arabia Saudita –cuyos ciudadanos fueron responsables de los atentados del 11 de septiembre de 2001- no figura en la lista. La respuesta es obvia: Trump quiere mantener la lucrativa relación de él y su familia con las autoridades del reino.

Ahora bien, si se lleva la perspectiva de la Corte a su conclusión lógica, Trump simplemente puede defender cualquier acción intolerable que adopte con el dudoso argumento de la “seguridad nacional” –la coartada adorada por todas las dictaduras fascistas-. Los conservadores de la Corte han señalado que harán la vista gorda ante las políticas motivadas por un ánimo racial o religioso. Y, supuestamente, no tendrían problema en respaldar la guerra comercial de Trump, que también ha lanzado en nombre de la seguridad nacional.

Tiranía de la minoría

Las cuatro principales decisiones pronunciadas por la Corte Suprema en este mandato son perturbadoras, cada una a su manera. Estados Unidos ya tiene el mayor nivel de desigualdad entre los países avanzados, y la Corte ahora ha empoderado a los monopolios y a las empresas, despojando al mismo tiempo a los sindicatos del poder para alcanzar negociaciones colectivas que beneficien a la clase trabajadora y a la clase media.

Pero, más allá de esto, la manera en que la Corte llegó a estas cuatro decisiones ha lanzado una nueva guerra política. Desde la fundación de Estados Unidos, los sucesivos gobiernos se han esforzado por redactar normas que sirvan de guía para alejar a su país del extremismo. Al acatar la sabiduría de los fundadores de Estados Unidos, la mayoría de los líderes norteamericanos han entendido los riesgos que plantean los partidos gobernantes que abusan de su poder, llevando a la instauración de un conjunto de procesos e instituciones destinados a impedir los decretos mayoritarios. Por ejemplo, en el Senado de Estados Unidos, la regla de filibusterismo fija un piso de 60 votos para sancionar una legislación importante, precisamente para que el partido mayoritario no pueda pisotear a la minoría.

Pero luego los republicanos empezaron a ignorar estas normas. La Constitución de Estados Unidos exige que el Senado ofrezca “asesoramiento y consentimiento” sobre los nombramientos presidenciales, y durante mucho tiempo la norma había sido que sólo debían rechazarse los candidatos verdaderamente no calificados. Pero durante la presidencia de Barack Obama, los republicanos del Senado utilizaron el filibusterismo desenfrenadamente para bloquear a los candidatos con quienes no estaban de acuerdo en cuestiones como el aborto. En tanto las vacantes de la rama ejecutiva comenzaron a apilarse, los demócratas del Senado, que entonces eran mayoría, no tuvieron otra alternativa que poner fin a la regla de filibusterismo para las nominaciones presidenciales. Inclusive en ese momento, los peligros de esta medida eran claros. Un presidente extremista, respaldado por un Senado obediente, podía nombrar prácticamente a cualquiera para cualquier posición.

Hoy, estamos presenciando lo que sucede cuando el sistema de controles y equilibrios se rompe en pedazos. Después de recuperar el Senado en 2014, los republicanos se negaron inclusive a considerar al candidato centrista altamente calificado de Obama para la Corte Suprema, Merrick B. Garland. Y, el año pasado, después de que su obstruccionismo rindiera sus frutos con la victoria de Trump, los republicanos terminaron el filibusterismo para las nominaciones de la Corte Suprema, para confirmar al elegido de Trump, Neil M. Gorsuch, para suceder a Antonin Scalia (quien, para ese entonces, ya hacía 14 meses que había muerto). Ahora que el retiro del juez Kennedy ha abierto otra vacante en el tribunal, Trump podrá mantener la Corte llena durante por lo menos una generación. Después que eso suceda, muy probablemente nos encontremos en una situación en la que una mayoría de norteamericanos no tenga ningún tipo de confianza en la Corte –para no hablar de las otras ramas de gobierno.

La extinción de la luz

La Constitución de Estados Unidos establece que los jueces de la Corte Suprema “deben permanecer en sus Cargos mientras conserven un buen Comportamiento”, lo que implica un mandato de por vida. Pero, en 1789, la gente no vivía tanto como hoy. Y entonces, con el transcurso de los años, los republicanos han engañado al sistema nombrando jueces jóvenes, algunas veces con calificaciones dudosas, en un intento por llenar las cortes federales. El hecho de que los demócratas no hayan intentado hacer lo mismo sugiere que ellos, al menos, se toman en serio la responsabilidad de encontrar a los candidatos más calificados.

En vista de las decisiones que la Corte ha legado esta temporada, hoy resulta obvio que Estados Unidos necesita una enmienda constitucional para fijar límites para los mandatos de los jueces. No será fácil. Pero es imperativo restablecer la legitimidad de la Corte como un árbitro justo.

La única alternativa es ampliar el tamaño de la Corte, lo que no requiere una enmienda constitucional. Eso es lo que intentó hacer el ex presidente Franklin D. Roosevelt y no pudo cuando una Corte muy dividida amenazó con obstruir sus reformas al New Deal. Pero romper la “norma” de nueves jueces plantea sus propios riesgos, porque una vez que se ha traspasado ese umbral, el Partido Republicano extremista contará con una herramienta más para llenar la Corte.

Otra lección importante que debe trazarse a partir del mandato recién terminado de la Corte Suprema es que el estado de derecho, muchas veces considerado la columna vertebral de la sociedad norteamericana y su economía política, quizá no esté ni cerca de ser tan robusto como muchos imaginan. La “ley”, después de todo, puede ser usada, y de hecho así sucedió, por los poderosos para oprimir a los débiles. Y, como estamos viendo hoy, también puede ser utilizada por una minoría para ponerle el pie en la garganta a la mayoría.

Inclusive si Fox News y otras formas de propaganda de derecha persuadieran a una estrecha mayoría de norteamericanos de respaldar los argumentos ofrecidos por los conservadores de la Corte, sus decisiones recientes serían cuestionables. Y, sin embargo, todas tendrán implicancias de amplio alcance. Como observó correctamente Jedediah Purdy, profesor de leyes de la Universidad Duke, forman “parte de un arco histórico más largo: el desmantelamiento del legado legal del New Deal y la creación de la ley para una nueva Era Dorada”. En otras palabras, la Corte está cambiando constantemente la reglas del juego de maneras que alterarán la naturaleza de la sociedad norteamericana para peor.

Trump está llevando a Estados Unidos por el camino del racismo, la misoginia, el nativismo, el prejuicio y el proteccionismo, implementando a la vez políticas económicas que benefician a unos pocos a expensas de la abrumadora mayoría. Él y sus lacayos republicanos están minando el sistema de controles y equilibrios de Estados Unidos, así como sus instituciones que buscan la verdad, desde universidades e instituciones de investigación hasta los medios y las agencias de inteligencia.

Se supone que el sistema judicial ofrece un control cuando los otros no pueden hacerlo. Ahora que la Corte Suprema ha echado su suerte con Trump, la democracia estadounidense está verdaderamente en peligro.

Joseph E. Stiglitz fue el ganador del Premio Nobel en Ciencias Económicas en 2001. Su libro más reciente es Globalization and its Discontents Revisited: Anti-Globalization in the Era of Trump.

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Fuente: El País