Yo siempre pensé que las crisis desencadenaban una mejora en la supervisión. Pero, en mi opinión, en esta crisis no ha sido así. Me refiero a la supervisión bancaria europea y particularmente a España. Porque nuestra supervisión, con inspectores excelentes, no funcionó bien en la reciente crisis. Y la europea, ahora en manos del BCE, puede agudizar el problema.

La supervisión bancaria se debilitó fuertemente, desde finales del siglo XX por una línea de pensamiento que considera esencialmente perversa la regulación financiera, por la proliferación de productos financieros extravagantes y por una regulación de capital emanada de Basilea II, esencialmente dominada por la idea de la auto-regulación y los modelos matemáticos. Pero, la tan esperada creación de la Unión Bancaria Europea (UBE), con su eje en el BCE, no resolvió, sino que viene agravando la situación. En efecto, la UBE unificó y modificó la regulación, la supervisión propiamente dicha y la resolución de bancos, pero sus efectos han consagrado la decadencia de los mecanismos históricamente más eficaces de supervisión.

Hace no mucho, coincidí con uno de los auditores que considero más valiosos. A lo largo de nuestra conversación, fue desgranando conceptos que me escandalizaron: “Se acabaron las valoraciones de activos, mediante inspecciones in-situ”. “La refinanciación no impide el reconocimiento como ingresos de intereses refinanciados”. “Las pérdidas deben cubrirse con capital y no con provisiones”. La realidad nos sitúa en mundos aparte. Su relato parecía olvidar que los bancos con problemas tienden a ocultarlos. Yo no puedo olvidarlo.

Andrea Enria, recientemente elegido nuevo responsable del MUS o Mecanismo Unificado de Supervisión del BCE, manifestaba públicamente haber identificado serias deficiencias supervisoras de la etapa anterior. Decía, por ejemplo, que “se llega a omitir la clasificación como morosas de operaciones que jurídicamente lo son”.

Complementaré a Andrea Enria, citando otras graves deficiencias emanadas desde distintas instituciones internacionales. Comenzaré con las normas internacionales de contabilidad, que, simplistamente aplicadas, permiten evitar y diferir el registro de pérdidas esperadas, que son el meollo de la insolvencia. Además, permiten contabilizar intereses incobrables, especialmente en operaciones refinanciadas. Y sustituyen la valoración de activos caso a caso por modelos teóricos matemáticos y pruebas de esfuerzo poco fiables, elaborados ambos por las propias entidades. Incluso por aquellas proclives a maquillar sus problemas. Por otra parte, se establecen unas exigencias de capital regulatorio que permiten operar a entidades con solo un 3% de capital sobre sus activos totales, pero que consiguen alcanzar el 12% de capital regulatorio, computando componentes artificiosos y estima la solvencia como proporción sobre solo una parte de los activos.

Sobre este preocupante panorama, el BCE, como supervisor de los mayores bancos europeos desde noviembre de 2014, ha predicado otras políticas que lo ensombrecen aún más. “La contabilidad no debe ser cosa del supervisor”. “Las inspecciones deben ser muy breves y concentrarse en los procedimientos”, en lugar de verificar cuánto valen los activos del banco. ¿Podría un médico diagnosticar nuestra salud sin examinar nuestras analíticas? Además, el BCE parece ceder a los lobbies, tendiendo a que sean los auditores quienes revisen los números. Sustituiría así a servidores públicos —los supervisores— por empresas privadas, cuya actuación durante la crisis resultó “manifiestamente mejorable”.

Para el BCE, el presente no parece ser lo más relevante. Debe prevalecer un enfoque Forward looking o de estimación teórica del futuro. Y es que la gran panacea pasa a ser la mejora de la gobernanza, objetivo loable pero abstracto, solo alcanzable a largo plazo y de difícil control, que sustituye a la necesaria comprobación del valor de los activos. Mientras tanto, paradójicamente, se pasa de largo sobre temas como la opacidad de los estados contables, prototipo de mala gobernanza.

Se da también un serio problema estructural: todos los mecanismos bancarios de la Unión Europea, incluso los rescates, los sufragan los países miembros. Lo cual puede, además, inducir a la relajación del supervisor común y a un exceso de confianza de los gobiernos. “Ya vigila el BCE”. Recordemos que España es el país que tiene más activos bancarios supervisados por el BCE 90%. Frente a un 60% de Alemania, por ejemplo.

Mi experiencia me dice que, aún con un marco regulatorio deficiente, una supervisión rigurosa puede conseguir resultados eficaces. Si no es así ¿cuáles son las causas de una supervisión laxa, más allá de las ya expuestas? Destacaré algunas.

Algunos conciben erróneamente la supervisión como ayuda o protección al supervisado. En lugar de identificar sus problemas y exigirles que los solucionen.

También pueden darse diagnósticos basados en hipótesis fundamentalmente equivocadas, como el considerar una crisis como un simple problema de liquidez y no de solvencia. O esperar que una ilusoria estabilidad acabará superando los problemas por sí sola.

Otra causa de laxitud es la resistencia de los lobbies. O de los propios Gobiernos, por razones electoralistas o de prestigio. O por una política fiscal cortoplacista, que pretende evitar a toda costa el gasto del fisco. Objetivo ideal, pero imposible de lograr sin generar males mayores.

También puede darse “la captura del supervisor”, cuando éste, víctima de sus propios errores del pasado o de haber cantado victoria prematuramente, rehúsa contradecirse o implantar una política de signo contrario a la que antes aplicó.

Pero, por encima de todas las causas de una supervisión permisiva, está la falta de voluntad política de los Gobiernos o de los propios Supervisores.

El resultado conjunto de este nuevo marco es una banca vulnerable y, a poco que empeoran las circunstancias económicas, propensa a graves problemas. Y eso ocurre transcurrida más de una década desde que explotó la crisis y después de cuatro años largos en que los mayores bancos europeos están supervisados por Frankfurt.

El hecho es que, tras la crisis bancaria, que ha supuesto un masivo apoyo de dinero público y del BCE, muchos de los elementos que la hicieron posible continúan presentes. El sistema bancario no ha cambiado mucho en lo sustancial y su supervisión se ha entumecido. La pretensión de muchos de que ahora los bancos son más seguros es como confiar en que reducir el límite de velocidad de 100 a 90 Km/hora para los camiones con explosivos hará más seguras las carreteras, aún cuando los policías de tráfico no verifiquen los tacógrafos y estos puedan ser manipulados por los camioneros.

Concluiré con el tema de la responsabilidad. Es evidente que la responsabilidad primaria de la insolvencia es de los administradores y gestores, responsables ante sus aportadores de capital y otros recursos. También son responsables los auditores externos. Ante los accionistas y ante el mercado, que basa en ellos sus decisiones. ¿Y el supervisor? Como servicio público que es, es responsable ante el país de asegurar la estabilidad y la solvencia del sistema financiero. Pero no para ahí su responsabilidad. Porque una supervisión laxa constituye un incentivo para que el mercado emprenda o intensifique las malas prácticas, las cuales pueden desembocar en la quiebra de las entidades. O incluso de los sistemas. Quiebra que acaba sufragando, en todo o en parte, el contribuyente.

Los países, incluida España, se juegan mucho en este envite. El coste social y económico de la decadencia de la supervisión puede resultar enorme. Las generaciones futuras no deben pagar los posibles errores de hoy.

Fuente: El País