«Los rojos se van a quedar con vuestras camionetas”. En 1961, Estados Unidos se enfrentaba a lo que los conservadores consideraban una amenaza mortal: las peticiones de un programa sanitario nacional que cubriese a las personas mayores. En un intento de evitar este horrible destino, la Asociación Médica Estadounidense lanzó lo que denominó la Operación Taza de Café, un novedoso intento de mercadotecnia viral.

Funcionaba de la siguiente manera: a las esposas de los médicos (ojo, estábamos en 1961) se les pedía que invitasen a sus amigas y les pusiesen una grabación en la que Ronald Reagan explicaba cómo la medicina socializada destruiría la libertad estadounidense. Se suponía que las amas de casa debían escribir a su vez cartas al Congreso denunciando la amenaza que entrañaba el Medicare. Evidentemente, la estrategia no funcionó; el Medicare no solo vio la luz, sino que se volvió tan popular que hoy en día los republicanos acusan sistemáticamente (y falsamente) a los demócratas de planear recortes en la financiación del programa. Pero la estrategia —el afirmar que cualquier intento de reforzar el colchón social o de limitar la desigualdad nos situará en una pendiente resbaladiza hacia el totalitarismo— perdura.

De modo que Donald Trump, en su discurso sobre el estado de la Unión, se desvió por un momento de sus habituales advertencias contra los espantosos seres de tez oscura para advertirnos de la amenaza del socialismo. ¿A qué se refieren los partidarios de Trump, o los conservadores en general, cuando hablan de “socialismo”? La respuesta es: depende. A veces significa cualquier tipo de liberalismo económico. Por eso, después del discurso, Steven Mnuchin, secretario del Tesoro, alabó la economía de Trump y declaró que “no vamos a volver al socialismo”. O sea que, por lo visto, el propio Estados Unidos era en tiempos tan recientes como 2016 una pocilga socialista.

Sin embargo, otras veces se refieren a cualquier planificación central al estilo soviético, o a una nacionalización industrial al estilo venezolano, sin que importe el hecho de que en la vida política estadounidense básicamente nadie defiende semejantes cosas. El truco —y “truco” es la palabra adecuada— consiste en oscilar entre significados completamente distintos y esperar que nadie se dé cuenta. ¿Dice usted que quiere matrículas universitarias gratuitas? Piense en todos los que murieron en la hambruna de Ucrania. Y no, no es una exageración: lean el extraño y empalagoso informe sobre el socialismo que los economistas de Trump publicaron el pasado otoño.

Hablemos entonces de lo que está verdaderamente sobre el tapete. Algunos políticos progresistas estadounidenses ahora se definen como socialistas, y un número considerable de votantes, entre ellos una mayoría de votantes menores de 30 años, afirma que aprueba el socialismo. Pero ni los políticos ni los votantes reclaman que el Estado se apropie de los medios de producción. Más bien, han asumido la retórica conservadora que califica de socialismo todo aquello que atempere los excesos de una economía de mercado, y efectivamente han dicho, “vale, en tal caso, soy socialista”.

Lo que quieren realmente los estadounidenses que apoyan el “socialismo” es lo que el resto del mundo denomina socialdemocracia: una economía de mercado que limite la adversidad extrema con un colchón social fuerte y la desigualdad extrema con unos impuestos progresivos. Quieren que nos parezcamos a Dinamarca o Noruega, no a Venezuela.

Y en caso de que no hayan estado ustedes allí, los países nórdicos no son de hecho pocilgas. Tienen un PIB per cápita un poquito más bajo que Estados Unidos, pero eso se debe en gran medida a que se toman más vacaciones. En comparación con Estados Unidos, tienen una esperanza de vida más elevada, mucha menos pobreza y una satisfacción con la vida significativamente mayor en general. Ah, y tienen un elevado espíritu emprendedor, porque las personas están más dispuestas a asumir el riesgo de crear una empresa cuando saben que no van a perder su atención sanitaria o caer en la pobreza más absoluta si fracasan.

Está claro que a los economistas de Trump les costó mucho encajar la realidad de las sociedades nórdicas en su manifiesto antisocialista. En algunas partes afirman que los nórdicos no son realmente socialistas y en otras intentan demostrar desesperadamente que, a pesar de las apariencias, los daneses y los suecos sufren: por ejemplo, les resulta caro conducir una pickup. Y no me lo estoy inventando.

¿Y qué decir de la resbaladiza pendiente del progresismo al totalitarismo? No hay ni la más mínima prueba de que exista. El Medicare no ha destruido la libertad. La Rusia estalinista y la China maoísta no derivaron de socialdemocracias. Venezuela era un petroestado corrupto mucho antes de que llegara Hugo Chávez. Si hay un camino hacia la servidumbre, no se me ocurre ningún país que lo haya tomado.

De modo que el alarmismo respecto al socialismo es ridículo y deshonesto. ¿Pero resultará eficaz desde el puno de vista político? Seguramente no. Al fin y al cabo, los votantes apoyan abrumadoramente la mayoría de las políticas propuestas por los “socialistas” estadounidenses, como la subida de impuestos a los ricos y hacer que todo el mundo pueda acceder al Medicare (aunque no apoyan los planes que obliguen a los ciudadanos a dejar los seguros privados, lo que constituye una advertencia a los demócratas de que no conviertan la pureza del pagador único en una prueba definitiva).

Por otro lado, nunca deberíamos menospreciar la fuerza de la mentira. Los medios de comunicación de derechas acusarán a cualquiera que los demócratas designen como candidato a la presidencia de ser una reencarnación de Leon Trotski, y millones de personas les creerán. Esperemos que los demás medios informen sobre el pequeño secreto del socialismo estadounidense: que no es en absoluto radical.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2019.

Traducción de News Clips

Fuente: El País