El tiempo que Ursula Huws ha llamado los “años gloriosos” de la segunda posguerra mundial estuvo caracterizado por un gran acuerdo de las fuerzas políticas y los actores sociales sobre un modelo de sociedad en el que quedaba garantizada la economía de libre mercado, al tiempo que se reconocía un papel protagonista de los Gobiernos para la realización de políticas redistributivas con el fin de lograr un reparto más equilibrado de la riqueza. En el mundo del trabajo este gran pacto social tuvo su perfecta traslación: el reconocimiento del poder empresarial de organización del trabajo quedó contrarrestado por la garantía del derecho a la negociación colectiva y la actuación de los sindicatos en defensa de los intereses de los trabajadores, y la figura del contrato de trabajo como la institución a través de la que se les atribuía derechos laborales y protección social.

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Todo este esquema empezó a deshilacharse a partir de los años ochenta del siglo pasado, pero la globalización, la crisis económica y, en último término, la revolución tecnológica han terminado por debilitar los pilares en que se basó aquel contrato social. Mirado desde el mundo del trabajo, el avance de la economía digital puede producir fenómenos que acentúen esa debilidad. En todas las estadísticas se vaticinan pérdidas significativas de puestos de trabajo y también una profunda transformación en los que vayan a crearse. Esto significa que habrá un número importante de trabajadores que perderán sus empleos, y otros que deberán reciclarse para poder acceder a los de nueva creación. Por otro lado, las plataformas digitales tienen como insignia de su modelo de negocio la utilización del trabajo autónomo y no del contrato de trabajo, lo que pone en cuestión la figura que veníamos utilizando para atribuir derechos y protección social a buena parte de la población.

Frente a ello podemos hacer una defensa numantina del pasado, pero creo más inteligente repensar los cimientos de un nuevo contrato social. Para empezar, las políticas de educación y formación para la era digital deben adquirir un papel central en las agendas políticas y de inversión pública, de forma que, como ya sucedió antes, la educación haga que los humanos venzamos la carrera a la tecnología. Habrá algunos que no puedan lograrlo. Para ellos debemos pensar en una fuente de rentas que sustituyan a las del trabajo: el debate sobre la renta mínima o la propia renta universal es esencial en este tiempo.

Debemos empezar a hablar de derechos laborales básicos para todas las personas que trabajan, sean trabajadores o autónomos, y también de que es necesario repensar nuestro modelo de protección social, porque con menos empleo y empleo más atípico probablemente no alcanzará para mantener económicamente un modelo de protección que sea sostenible también desde la perspectiva social. Seguramente tengamos que buscar financiación que provenga de la vía impositiva, sin descartar el gravamen sobre las actividades digitales, y dar protección por el hecho de ser ciudadano. La igualdad de género debe formar parte ineludible de este nuevo contrato. No lo fue en el pasado, pero hoy no se entendería que las mujeres no tuvieran acceso a los bienes sociales en igualdad de condiciones con los varones.

Se trata de acordar un mejor reparto de los beneficios y las cargas de la revolución tecnológica y la riqueza que ella produzca. Podemos no hacerlo, pero entonces viviremos en sociedades profundamente desiguales y donde la ira de los postergados pueda terminar expresándose mediante opciones políticas deleznables.

Luz Rodríguez es profesora de Derecho del Trabajo de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM).

Fuente: El País